De nuevo en el recicladero... Esta vez me encontré una de las reseñas de mi primer intento de blog serio, allá por el 2015: 'Rangée de canards'. De cuando estudiaba cine, creía que sabía mucho (iluso de mí), y estaba inspiradísimo para escribir (por no decir que copié muchas opiniones) gracias al blog 'Esculpiendo el tiempo', que en parte también me inculcó el amor por Tarkovsky (siempre escogiendo su romanización inglesa, pues, porque la i "griega" me parece más "rusa"). He de decir que las reseñas de sus pocas, pero inabarcables películas, fueron a las que más sangre, sudor y lágrimas (y tiempo, sobre todo, perfectamente esculpido) dediqué, y aunque estaba lejos de ser un experto, los resultados me dejaron bastante satisfecho en su momento. Aun hoy, estoy publicando esto, ¿no? (y no es por desesperación, ejem...)
Como se trata de una peli sobre un pintor, un artista, aprovecho para traer a colación algunas de las estampas que diseñé para mis blogs. Por desgracia, los patos que hacían honor al nombre "rangée de canards" se perdieron, pero en su lugar presento imágenes que nunca llegué a utilizar. Imaginad que tienen vínculos a montones de entradas relacionadas con su temática...
Ahora sí, la reseña...
Cuenta algunos episodios (ocho en total) de la vida de Andrei Rublev (Anatoli Solonitsin), monje y pintor de iconos del siglo XV, quien deja su monasterio para encargarse de un trabajo en Moscú, exponiéndose a una Rusia social, religiosa y políticamente convulsionada.
Mucho todavía puede decirse de la segunda película del gran cineasta soviético Andrei Tarkovsky, quien coescribió el guión con Andrei Konchalovsky, utilizando parte de la vida del personaje histórico y su contexto patrio para ahondar en cuestiones más bien filosóficas, metafísicas y universales. Tan solo hay que vislumbrar la escena en que re-imagina el Calvario de Jesús en un paraje cubierto de nieve, indumentarias hechas de pieles gruesas, etc. (un ambiente muy ruso en general), para darse cuenta de las intenciones del autor, quien ve en su porción de continente la oportunidad para abarcar la vida y sus esferas en plenitud. Rublev, a quien lacónicamente da vida uno de los colaboradores clave de Tarkovsky, aunque siempre presente en los eventos que se desencadenan con cada nuevo capítulo, suele quedar al margen de la acción, sirviendo como espectador y condensador de cada nuevo mensaje o inquietud adscrita al metraje, a la exploración de doscientos cinco minutos que el director hace de un mundo ensimismado en la envidia, el poder, la represión y la violencia. ¿Dónde queda el papel del artista, del verdadero artista en todo esto?, ¿dónde queda la fe?, son las preguntas que no solo el protagonista, sino también el autor se hace e intenta responder a través de la lenta meditación y su ulterior plasmación.
Es aquí donde reposa gran parte del paralelismo que hay entre ambos Andreis. Bajo ninguna circunstancia los vemos ejercer su oficio; uno por obvias razones, otro por ser siempre abordado en sus viajes, en medio de catástrofes o en instantes de profunda incertidumbre existencial. Sí, en cambio, los vemos (o los sabemos) buscando, indagando, observando, percibiendo. La película es esa larga compilación de esencias e impresiones sobre una humanidad carente de sensibilidad, a nivel de fondo y forma. Tenemos una serie de personajes variopintos: Teófanes el griego (Nikolai Sergeyev), un pintor grandemente desilusionado; Durochka (Irma Raush), una mujer muda que padece retraso mental; Boriska (Nikolai Burliaiev, quien interpretara a Iván en la ópera prima de Tarkovsky), hijo de un campanero fallecido, que dirige la fabricación de una campana sin estar muy seguro de que funcionará, etc. Diferentes facetas con las que Andrei (el monje) sufrirá el desencanto de ver su trabajo y sus creencias reducidas ante la sociedad. También está la perpetua estampa de la naturaleza consagrada a formas alegóricas; entre las más representativas el agua (elemento por el que Tarkovsky sentía gran fascinación), aquí resaltando la de riachuelos invadidos por otras sustancias y la que cae en forma de copos de nieve, y los caballos, que, como perfiles de la vida espiritualmente hablando, entran a cuadro libres por el campo, montados por tártaros, arrastrando a un pobre infeliz, resbalando con la sangre de muchas personas o rodando dolorosamente con la caída de otro soñador que quiso ver la tierra desde el cielo.
Andrei (el director) envuelve todo en una poética sin precedentes, que se convertiría en la declaración definitiva de su estilo. Parsimoniosos travelings y pacientes paneos se dan el tiempo de abarcar cada nervadura de la fina percepción del soviético, quien al final incluye fragmentos de pinturas de Rublev a color, enseñando así el resultado de su meditación, su plasmación, y sellando la propia, como dos seres de diferentes tiempos desembocando en una única y soberbia obra de arte.
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