Jules Verne, el infalible Jules Verne, lo volvió a hacer. Me maravilló y me extasió de maneras tan concienzudas que aún debo controlar estas manos ansiosas por agarrar otro de sus libros, pues temo que el remolino mental me deje a la deriva. En este estado, cuál no sería mi sorpresa al leer a otros “admiradores” del francés reseñando El país de las pieles, novela publicada por entregas en la Magasin d’Education et de Récréation desde el 20 de septiembre de 1872 hasta el 15 de diciembre de 1873, antes de salir en dos tomos ese mismo año (por suerte ambos ya vienen incluidos en el que tengo). Pues casi todos los sujetos coinciden en que los decepcionó esa primera mitad llena de descripciones sobre una expedición más allá del círculo polar, donde nada interesante sucede y no hay personajes con los que identificarse y hay muchos datos aburridos y que solo hasta la segunda parte se pone mejor, bla, bla, bla. ¡¿Que no es interesante una expedición a lo desconocido?! Zafios. Pero en algo tienen razón: los primeros veinte capítulos no muestran la carga de alucinantes sergas o ciencia ficción, al menos como lo esperaría un entusiasta de Verne que se quedó con las portadas de 20.000 leguas o Viaje al centro de la Tierra.
Empezamos en el año 1859, durante la fiesta de bienvenida de Paulina Barnett, famosa aventurera inglesa, y despedida para ella junto con el destacamento al mando del teniente Jasper Hobson, quien parte en nombre del Hudson’s Bay Fur Company en pos de explorar nuevos territorios rebasando el paralelo 70, que casi nadie se ha atrevido a pisar y donde todavía ninguna compañía se ha establecido.
Ciertamente, el grupo avanza más en esta parte que el mismo relato. Verne hace un inventario exhaustivo de todo, desde el ambiente hasta los precios en el mercado de cada piel de animal en demanda. Incluso nos enlista a los miembros de la expedición, a pesar de que muchos de esos nombres serán olvidados por falta de verdadero delineamiento de personajes, intercambiables entre sí, con excepción de cuatro principales a quienes diferencian una sola característica específica. Siendo ejemplo de ello Thomas Black, astrónomo insociable, y excusa, en cierto modo, para añadir fenómenos celestes a las abundantes descripciones del medio. Pero he aquí lo bueno: la desbordante imaginación y capacidad de documentación del autor. La manera en que exalta el Ártico a través de su próspero vocabulario, haciéndolo el participante más rico de la aventura. Lo agreste en sus formas hermosas y asombrosas se halla a lo largo de cada deleitable capítulo. Quizá ni Paulina ni Jasper ni sus acompañantes sean los protagonistas más fuertes (eso se lo dejamos al Polo Norte), pero llegamos a quererlos como se querrían a nuestros únicos acompañantes en el confín del mundo.
Jules logra encapsular con idénticas habilidades la desigual lucha del humano contra la naturaleza mediante su voluntad, su ingenio, su destreza, y su siempre necesaria porción de buena suerte. Y eso solo el tomo 1. El segundo tiene tantas sorpresas que no es posible escribir mucho al respecto. Solo decir que, a partir de uno de los inviernos más duros y angustiantes, la novela empieza a ir en un crescendo de emoción que no encuentra tope sino hasta el final (efectivos cliffhangers para cada entrega). Creo que nunca había presenciado tanto sufrimiento en sus personajes, ni notado el corazón latir tan fuerte al terminar la última página. El sentir queda a flor de piel, y las ganas de más, ya lo dije, también.
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