El 31 de octubre de 1963, Michael Myers (Will Sandin), con tan sólo seis años de edad, apuñala a su hermana mayor. Quince años después, durante la misma fecha, Myers huye del hospital psiquiátrico en donde ha sido recluido y regresa a casa, en el tranquilo pueblo de Haddonfield.
Ninguna película es más apropiada para verse durante la Noche de Brujas que Halloween. Parecería obvio —el nombre, el día en que tiene lugar, el culto que se le viene practicando desde hace décadas— pero hay más. De hecho, como representante puramente visual del Halloween, la cinta es algo fría y se queda corta frente a otros títulos, incluyendo sus propias secuelas. Las decoraciones no ocupan mucho espacio dentro de ella; a lo sumo uno que otro jack-o’-lantern y algunos grupos de niños pidiendo golosinas en disfraces. Puede deberse a que contaban con un presupuesto moderado, y que, cuando la grabaron, era mayo (el otoño tampoco se deja ver entre la fronda). Sin embargo, John Carpenter posó su mirada sobre un ángulo que nadie ha explorado igual desde entonces, y lo hizo parte de la noche inescrutable: el Mal.
La lente anamórfica de Dean Cundey enmarca al pueblo de Haddonfield de extremo a extremo de sus calles. No hay nada raro en las imágenes de estos suburbios, excepto quizá la ausencia de gente y los muchos lugares disponibles para esconderse. El Samhain se respira en el aire, pues los espíritus andan libres después de la noche lluviosa en que el más oscuro de entre ellos escapó. Los amplios encuadres trazan puntos de fuga y espacios abiertos a izquierda o derecha, resaltando en segundo plano las formas arqueadas y líneas de árboles y setos, que parecen dar cobijo a alguna amenaza oculta, a la vez que acordonan a los personajes en un ambiente que murmura con las hojas sueltas al viento. Todo el primer acto sucede aquí. Entre caminatas sobre la acera, salidas del colegio, paseos en coche y calabazas bajo el brazo, Carpenter nos mete en contexto, valiéndose de sus claves visuales y narrativa precisa para crear suspenso —se trata, después de todo, del miedo primordial de la infancia al bogeyman, el cual está contenido en cada plano sobre el hombro, subjetivo y de seguimiento, acompañado por la dura respiración de Michael Myers— y, con él, una especie de anticipación. La anticipación tensa y estremecida por la caída de la noche. Que el bogeyman cobre forma, lo cual asusta y fascina al mismo tiempo. Es el sentimiento previo a Halloween.
Uno de los mejores rasgos del filme es que, sin importar su sencillez, se atiene estrechamente a este principio del Mal tras cada esquina, del secreto oscuro resurgiendo en la fecha indicada, del miedo y la alarma. Todos sus recursos para sostener el suspenso y reventarlo en pequeños sobresaltos a lo largo del metraje, obedecen el mismo estilo de composición; la búsqueda de sombras, reflejos y diagonales sobre los puntos vacíos del encuadre, de entradas y salidas en los espacios, las distancias, las señales musicales. El director dibuja límites físicos con ellas —límites que, si se traspasan, rebanan. Gracias a esta constante, las locaciones se reducen, crean una noche de terror “más íntima”, del tipo que se suele disfrutar tallando calabazas y viendo transmisiones de viejas películas de ciencia ficción… mientras un homicida le pide dulce o truco a los vecinos. La casa de enfrente nunca lució tan espeluznante. Y eso determina uno de los momentos cumbre, de aquellos en que música, imagen e implicación avanzan paralelamente: cuando Laurie (Jamie Lee Curtis) atraviesa la calle (steadicam en acción) sin saber a qué se enfrenta. Nada complejo; sólo el detonador de un clímax antológico.
Tan pronto se llega al clímax, se acaba la película. O eso podría decirse, pues es tirante cual tambor. Sorprende durante las primeras ocasiones (al menos, me ha pasado a mí) lo rápido que termina Halloween, casi abruptamente, como la última linterna apagada por la brisa nocturna. La versión para televisión incluía unos cuantos minutos adicionales del Dr. Loomis (Donald Pleasence) con Michael, años antes de la Noche de Brujas. Minutos que, si bien no estorban, tampoco hacen falta. Ahora, “abruptamente” no sería el término adecuado para explicar el final, porque en realidad, todo lo que se debe hacer en hora y media, se hace de la manera más experta. Incluso los diálogos se ciñen a lo esencial, dando información, enfatizando el ambiente (es fácil sentir el peligro cuando lo describe Sam Loomis con la mirada de quien han contemplado los ojos de un niño desalmado) y ofreciendo pautas a los cambios entre secuencias —literal, físicamente, también: los teléfonos. La obra es sencilla, por concisa, pero sabe trabajar las emociones, de modo que, cuando el final golpea como frío viento otoñal, con el paulatino y angustioso reparar en la invencibilidad del Mal, nada queda por decir, mas todo queda por temer.
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