Un poco más de síndrome de Diógenes digital.
2012, parece que fue un buen año.
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Una de las pocas cosas útiles que he aprendido en la vida es que siempre hay que ir con la cabeza alta. No se trata de una cuestión de honor, orgullo, amor propio o cualquier de esos sentimientos que nos echamos a la espalda para que su peso nos deje los pies en el suelo y no salgamos corriendo ante la adversidad. Se trata de sobrevivir. Sí, un concepto que hoy día está profundamente sobrevalorado por un espíritu profundamente conformista (o de indignación como el llanto de un bebé) pero que algunos ni siquiera logran tocar con las puntas de sus dedos.
A veces, y sólo a veces, cuando andamos por la calle vamos fijándonos en la realidad que nos rodea. El resto de veces, la mayoría, trazamos en nuestra mente una hoja de ruta con un punto A y un punto B. Como en todo viaje podemos sufrir imprevistos, pero sin desviarnos en exceso entre A y B.
El otro día me desvié y descubrí que había C, D, F y un sin fin de coordenadas que había estado ignorando hasta aquel momento. Ante mí y por accidente, más bien mío que de ella, se encontraba una mujer de avanzada edad a la cual pude ver después de descifrar la montaña enmarañada de objetos y basura. Entonces, pero tarde, comprendí que aquello era todo lo que tenía, aquello era su casa. No la calle, sino lo que arrastraba consigo con unas fuerzas que no sabría nunca explicar de donde salían. El instinto natural hizo que mi corazón diera un vuelco ante la imagen de lo desconocido, y el sobresalto por el susto se convirtió en dolor por lo que veían mis ojos. A plena luz del día, y entre dos coches, esa mujer se afanaba en una búsqueda infértil para conservar la dignidad mientras debía hacer sus necesidades en la calle. Volví a reprogramar mi hoja de ruta, cómo no, y seguí adelante consciente de que tanto el tiempo como la distancia dejarían en el olvido este accidente.
Los días pasaron y mi memoria había hecho perfectamente lo que esperaba de ella, que no volviera a recordarme aquel suceso. Sin embargo los ojos no son igual de obedientes y cuando te das cuenta y quieres cerrarlos ya es demasiado tarde. Ha vuelto a suceder, he vuelto a ser testigo de como una vida puede sumirse en la miseria y ni la edad ni las penurias terminan el trabajo sucio para ofrecer el merecido descanso. En estos momentos todos nos sentimos ofendidos, maldecimos nuestra sociedad y damos mil y una gracias por la suerte que nos ha tocado, sea cual sea ésta. Todo a pesar de que hacía cinco minutos nos cagábamos en quien tenía más que nosotros, porque joder, a uno siempre le gusta lo bueno. O como suelo decir yo, ¿a quién no le gusta el jamón ibérico y el queso curado?
En esta ocasión me detuve a contemplar con mayor incisión a la pobre mujer. Sin duda era de avanzada edad, pero las penurias que había soportado le cargaban 30 años más sobre su rostro, sobre su cuerpo. Un cuerpo pequeño, enjuto, incapaz de erguirse impidiendo que aquellos ojos miraran jamás de frente, cara a cara.
En mi imaginación compuse esta escena. Me acercaba a ella, y tras superar su natural desconfianza hacia mí le lograba preguntar.
—Señora, ¿cuál es su historia? ¿Qué le ha llevado a encontrarse así?
Sabía que aquella pregunta resultaba estúpida desde que comencé a enunciar las primeras palabras, pero lo que realmente mi curiosidad morbosa quería saber y no se atrevió a preguntar fue, ¿cómo consigue soportar todo esto? ¿Qué ha podio transformar una vida humana en un sombra a quien todo el mundo teme pasar por su lado, como si la oscuridad del alma se contagiara y no siendo consciente de la nuestra propia?
La mujer girando su cabeza dirigió su mirada hacia mí.
—Eres joven y alto. Nunca olvides que siempre has de caminar con la cabeza bien alta. Si no lo haces podría pasarte como a mí. He vivido toda mi vida agachando la cabeza ante los demás, pidiendo perdón por todo aunque recibiera una patada en el espinazo. Siempre con la mirada baja, hasta que poco a poco mi cuerpo quedó agarrotado y cuando mi alma quiso levantarse ya no era posible. Me han condenado a esto y yo sólo adopté está posición de sumisión, como un viejo sofá en el que se sienta un culo gordo y al cabo del tiempo el sofá se queda hundido y el culo gordo se busca otro sitio donde sentarse porque a ti, joven, a ti ya te han hundido.
Sorprendido por aquel torrente de palabras que se llevó de mí todo prejuicio que pudiera haber albergado, me dispuse a abrir la boca para continuar preguntando. Descifrar las palabras que acaba de oír era mi objetivo, pero ella se me adelantó y continuó.
—Como todos, antes fui joven, una chica lozana, y por supuesto erguida. Quise estudiar, pero mis padres no comprendían por qué debía perder el tiempo de esa manera. Sobre todo no entendían por qué ellos deberían perder dinero de esa manera. Así que, como toda joven, mi obligación era encontrar pronto un marido antes de que en mi rostro pudiera aparecer el más mínimo rastro del paso del tiempo. Y yo como buena hija asentí, y agaché la cabeza. A los pocos años, recién cumplida la mayoría de edad, me casé con un hombre que no tardé en saber que no me quería. Pero seguía con la cabeza agachada, porque era mi marido y lo que se espera de una buena mujer es que quiera a su esposo y lleve bien su casa. Podría decir que tuvimos nuestros momentos buenos, pero ya nada gano por mentir. No fue así, y el miedo y el dolor inundaban mi corazón y mi cuerpo. Ya nunca me atrevía a mirarle a los ojos y siempre caminaba con la mirada perdida en el suelo. Siempre diciendo sí. Siempre soñando con el no. Más adelante mis padres murieron y quedé sola en el mundo junto a un marido maltratador. Pero los años duros pasaron y el infierno se lo llevó, pero no sin dejarme un cachito del infierno en mi vida. Con cuarenta años, sin estudios ni familia, me vi abocada a vivir en la calle. Y en la calle, sola y descuidada, debes abrir bien los ojos, pero siempre has de mirar hacia abajo y por encima de todo has de agacharte ante aquellos que pueden hacerte daño y no dudarían en hacértelo si no pasas por el aro. Más de media vida humillada, más de media vida con miedo, hasta que un día deseando que la muerte me llevará decidí levantarme contra todos y contra todo, pero ya era demasiado tarde. Ya me había quedado así, agarrotada, condenada públicamente a que mis miserias no quedaran por dentro, sino que se reflejaran por fuera.
Sí, algo así fue lo que en aquel momento imaginé. Sin embargo nunca me acerque a ella, como es natural. ¿O no? Sea como fuere, en aquel momento sentí que quien hundía su pie sobre la cabeza de aquella señora era la sociedad. Claramente había sido muy injusta con ella pero ¿qué podía hacer yo contra todo un sistema? Nada, por supuesto. Entonces, tras maldecir este mundo volví a seguir viviendo, pero con el germen de una idea en mi interior. En esta vida hay que vivir con la cabeza bien alta. Hay que empezar por uno mismo. Y continuar por quienes te rodean. Sí, esta última frase queda muy bien. Pero en realidad, hay que empezar por uno mismo, y siempre con humildad, siempre con respeto. Empezando por uno mismo ya estamos cambiando la sociedad.
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