Un poco más de síndrome de Diógenes digital.
Este relato lo presenté para uno concurso organizado por RNE en 2012. Tenía que transmitir cómo la radio había convivido con las familias españolas como un miembro más.
Este relato lo presenté para uno concurso organizado por RNE en 2012. Tenía que transmitir cómo la radio había convivido con las familias españolas como un miembro más.
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Luisito se encontraba desafiando las peligrosas alturas de la mesa en el salón con su nuevo juguete. Se trataba de un pequeño Porsche que le había regalado su abuelo la última vez que la familia se reunió en la vieja casa del pueblo. Aquel lugar era el origen de la familia López y, al menos una vez al mes, sus paredes eran testigo de cuánto había aumentado la descendencia de María y Luis, ahora abuelos.
Entre salto y salto mortal, bufidos con la boca emulando un potente motor y desafíos a la gravedad, Luisito dejó aparcada su potente imaginación y se dedicó a contemplar la maravillosa estampa que le rodeaba. Un viejo televisor se encontraba siempre encendido y en aquella ocasión, aunque todos se encontraban enfrascados en una trivial conversación sin prestar atención al aparato, no iba a ser una excepción. A Luisito no parecía importarle no estar fuera jugando, porque su naturaleza introvertida disfrutaba de la seguridad que le proporcionaba el salón donde se reunían los mayores.
Luisito se encontraba desafiando las peligrosas alturas de la mesa en el salón con su nuevo juguete. Se trataba de un pequeño Porsche que le había regalado su abuelo la última vez que la familia se reunió en la vieja casa del pueblo. Aquel lugar era el origen de la familia López y, al menos una vez al mes, sus paredes eran testigo de cuánto había aumentado la descendencia de María y Luis, ahora abuelos.
Entre salto y salto mortal, bufidos con la boca emulando un potente motor y desafíos a la gravedad, Luisito dejó aparcada su potente imaginación y se dedicó a contemplar la maravillosa estampa que le rodeaba. Un viejo televisor se encontraba siempre encendido y en aquella ocasión, aunque todos se encontraban enfrascados en una trivial conversación sin prestar atención al aparato, no iba a ser una excepción. A Luisito no parecía importarle no estar fuera jugando, porque su naturaleza introvertida disfrutaba de la seguridad que le proporcionaba el salón donde se reunían los mayores.
Aburrido de tantas piruetas, ademanes y derrapes imposibles, fijó su atención en su abuelo, el único de los adultos que parecía encontrarse solo. Luis se sentaba siempre en el mismo lugar, en el sillón que se encontraba entre el televisor y la ventana de la planta baja de la casa, alejado de la mesa central, aislado y a la vez coronado en su tresillo dominando con su presencia toda la habitación. Su cabeza, poco poblada por la edad, estaba cubierta con una vieja boina negra, y en su mano derecha sostenía un transistor contra su oreja. Luis, percatado de la atención despertada en su nieto, le miró a los ojos sin separarse del pequeño ingenio de las ondas y sonrió. Luisito, curioso, hizo rodar el Porsche hasta los pies de su abuelo, pero en su pequeño periplo automovilístico la voz dulce, pero con tono de reprimenda de su madre, llamó su atención.
—Luisito, no molestes al abuelo que está descansando.
Aquella afirmación describía una realidad innegable porque a pesar de que Luis no imaginaba nada mejor que poder levantarse y jugar con su nieto, su edad era una pesada carga que lastraba su cuerpo y le anclaba en aquel lugar.
Los días, los meses y los años se fueron sucediendo impasiblemente, como fichas de dominó cayendo una tras otra, y la vida y la muerte impusieron el imperio de su ley. Luisito, como otrora lo fue su abuelo, ahora era Luis.
El efecto dominó prosiguió impasible hasta que al fin, tras un largo período de formación, llegó el primer trabajo. Luis se encontraba en el baño preparándose para acudir a su primer día lo más elegante posible. Aquella noche no pudo conciliar bien el sueño, pero inflexible ante esta u otra adversidad, el reloj despertador había comenzado a emitir su melodía justo a las seis de la mañana. En días como hoy se llamaba el programa y precisamente eso fue lo que pensó Luis, que en días como aquel ninguna de las noticias que estaba escuchando, por malas que fueran, podrían borrarle su entusiasmo y su sonrisa.
Un día, uno más de tantos otros que habían pasado y que quedaban por venir, había partido de fútbol. Como una tradición familiar más que Luis había ido adquiriendo, siempre que era posible se reunía con sus allegados para ver juntos el partido. Sin embargo, hacía mucho que el salón no se encontraba en aquella vieja casa de sus difuntos abuelos, y el televisor que permanecía en la memoria de Luis había sido sustituido por una flamante pantalla de plasma. Otras cosas no habían cambiado, al menos en esencia. Luis presidía aquellos encuentros en su casa junto a su esposa Victoria, la cual nunca entendía por qué el volumen del televisor se encontraba en mute. Mientras el grupo hablaba animadamente, a veces del partido y la mayoría del tiempo de sus vidas, unas voces metálicas inundaban la estancia provocando el mismo efecto que la retransmisión de Orson Welles. Faltas, saques de esquina, ¡uys! y goles hacían desviar la mirada de la radio al televisor y viceversa.
Luis tuvo una hija a la que llamaron Samanta. Antes de que ella naciera no podía evitar pensar en que si fuera un niño habría llevado su nombre, como él lo llevó por su abuelo. El nacimiento de su lucero despejó todas aquellas ideas.
Cuando nos acercamos al final del camino, más rápido pasa el tiempo, y Luis se convirtió en abuelo.
Luisito jugaba por el suelo, sin ninguna compasión por la ropa que llevaba puesta. No prestaba mucha atención a lo que sucedía a su alrededor mientras esquivaba todos los obstáculos que se interponían entre él y su destino. Las patas de una silla se convirtieron en un lugar perfecto para observar la situación. En sus manos llevaba un viejo juguete, un Porsche que su abuelo le había regalado. Decidió que debía ponerlo a salvo, ¡que debía llegar hasta su abuelo! Luis se encontraba sentado en su sillón y junto a su oreja sostenía una radio a pesar de que la tele estaba encendida. Sus miradas se encontraron, y Luis sonrió a su nieto. En ese instante le fulminó aquella sonrisa que hacía tantos años le había dedicado su propio abuelo y que no había alcanzado a comprender hasta ahora. Aquella escena le era tan familiar...
Comprendió cómo desde niño la radio había estado presente en su vida tanto como el amor que sentían por él y él sentía hacia sus abuelos, sus padres, sus hijos y nietos. No era casualidad que prefiriera despertarse escuchando cómo empezaba el día al sonido del despertador o de la música. No era casualidad que disfrutara más de un partido radiado que con los comentaristas de la televisión. No era casualidad, era algo que había estado siempre presente, un viejo legado de familia que habían heredado unos de otros y que probablemente Luisito también tendría. El legado de los López estaba compuesto ahora por Radio Nacional de España y aquel viejo juguete, un Porsche.
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—Luisito, no molestes al abuelo que está descansando.
Aquella afirmación describía una realidad innegable porque a pesar de que Luis no imaginaba nada mejor que poder levantarse y jugar con su nieto, su edad era una pesada carga que lastraba su cuerpo y le anclaba en aquel lugar.
Los días, los meses y los años se fueron sucediendo impasiblemente, como fichas de dominó cayendo una tras otra, y la vida y la muerte impusieron el imperio de su ley. Luisito, como otrora lo fue su abuelo, ahora era Luis.
El efecto dominó prosiguió impasible hasta que al fin, tras un largo período de formación, llegó el primer trabajo. Luis se encontraba en el baño preparándose para acudir a su primer día lo más elegante posible. Aquella noche no pudo conciliar bien el sueño, pero inflexible ante esta u otra adversidad, el reloj despertador había comenzado a emitir su melodía justo a las seis de la mañana. En días como hoy se llamaba el programa y precisamente eso fue lo que pensó Luis, que en días como aquel ninguna de las noticias que estaba escuchando, por malas que fueran, podrían borrarle su entusiasmo y su sonrisa.
Un día, uno más de tantos otros que habían pasado y que quedaban por venir, había partido de fútbol. Como una tradición familiar más que Luis había ido adquiriendo, siempre que era posible se reunía con sus allegados para ver juntos el partido. Sin embargo, hacía mucho que el salón no se encontraba en aquella vieja casa de sus difuntos abuelos, y el televisor que permanecía en la memoria de Luis había sido sustituido por una flamante pantalla de plasma. Otras cosas no habían cambiado, al menos en esencia. Luis presidía aquellos encuentros en su casa junto a su esposa Victoria, la cual nunca entendía por qué el volumen del televisor se encontraba en mute. Mientras el grupo hablaba animadamente, a veces del partido y la mayoría del tiempo de sus vidas, unas voces metálicas inundaban la estancia provocando el mismo efecto que la retransmisión de Orson Welles. Faltas, saques de esquina, ¡uys! y goles hacían desviar la mirada de la radio al televisor y viceversa.
Luis tuvo una hija a la que llamaron Samanta. Antes de que ella naciera no podía evitar pensar en que si fuera un niño habría llevado su nombre, como él lo llevó por su abuelo. El nacimiento de su lucero despejó todas aquellas ideas.
Cuando nos acercamos al final del camino, más rápido pasa el tiempo, y Luis se convirtió en abuelo.
Luisito jugaba por el suelo, sin ninguna compasión por la ropa que llevaba puesta. No prestaba mucha atención a lo que sucedía a su alrededor mientras esquivaba todos los obstáculos que se interponían entre él y su destino. Las patas de una silla se convirtieron en un lugar perfecto para observar la situación. En sus manos llevaba un viejo juguete, un Porsche que su abuelo le había regalado. Decidió que debía ponerlo a salvo, ¡que debía llegar hasta su abuelo! Luis se encontraba sentado en su sillón y junto a su oreja sostenía una radio a pesar de que la tele estaba encendida. Sus miradas se encontraron, y Luis sonrió a su nieto. En ese instante le fulminó aquella sonrisa que hacía tantos años le había dedicado su propio abuelo y que no había alcanzado a comprender hasta ahora. Aquella escena le era tan familiar...
Comprendió cómo desde niño la radio había estado presente en su vida tanto como el amor que sentían por él y él sentía hacia sus abuelos, sus padres, sus hijos y nietos. No era casualidad que prefiriera despertarse escuchando cómo empezaba el día al sonido del despertador o de la música. No era casualidad que disfrutara más de un partido radiado que con los comentaristas de la televisión. No era casualidad, era algo que había estado siempre presente, un viejo legado de familia que habían heredado unos de otros y que probablemente Luisito también tendría. El legado de los López estaba compuesto ahora por Radio Nacional de España y aquel viejo juguete, un Porsche.
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