martes, 12 de septiembre de 2023

Trece campanadas

¡Vuelve el síndrome de Diógenes digital!
Querido 2012.
 
Advertencia: Esta vez se trata de un escrito incompleto/inconcluso. Ahora mismo no tendría sentido terminarlo pues somos personas diferentes. Formaba parte de una colección de relatos que nunca escribí. En origen eran trece, y del título de la colección (Trece campanadas) hereda esta entrada su nombre; el nombre de un fracasado proyecto.
 
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Termino de subir las escaleras que me conducen a lo más alto de la torre del homenaje. Aún me encuentro agotado por el esfuerzo del ascenso, veloz y silencioso. Ha sido más fácil de lo que pensaba burlar las medidas de seguridad que protegen la sala de la maquinaría. Tampoco debo atribuirme todo el mérito. Sólo tuve que rezagarme un poco del grupo de visitas y después de saltar una oxidada cadena que se encontraba cerrando el paso del portillo, una hilera de altos y pequeños escalones me condujo por las angostas entrañas de la fortificación hasta mi destino.

Entonces se desata la tormenta. Mis lágrimas se ahogan en un mar de angustia llamada Soledad. ¿Para qué llorar más si nadie posará su mano en mi hombro para acallar mi llanto? ¿Para qué derramar más lágrimas si nadie permitirá que pose mi rostro sobre su pecho? «¿Para qué? ¿Para qué?», me pregunto una y cien veces más. Es un extraño eco que en mi cabeza no se pierde, sino que encuentra el motor de su fuerza y continuará hasta provocar el alud que dé sepultura a la Razón.

Sin hallar una respuesta que sosiegue mi patético sollozo, permanezco con la mirada perdida en la esfera de números romanos. Por unos instantes me siento como un niño que, asustado en la oscuridad, se encuentra inmovilizado por el temor que le produce la negación de uno de sus sentidos, la vista, y que por un miedo irracional, o quizá instintivo, es incapaz de caminar hacia la luz. Para mí se trata de una luz minúscula que no es más que tan sólo un pequeño punto en la nada. Una luz que cuando no conseguí verla sabía que se encontraba a diez pasos y ahora que la tenía ante mí se me antojaba el más largo de periplos. Consigo avanzar como un cuerpo pesado hacia el astro dorado de números romanos.
 
He descendido a los infiernos de mi ser en busca de la sabiduría profética de Tiresias para que me ayude a regresar a casa. Para que me guíe en el difícil retorno a la humanidad. Y quizá, como en el poema épico, este Tiresias al que busco sólo hable si antes le ofrezco la sangre del sacrificio.
 
Comienzo a entonar entre dientes una melodía de Melancolía mientras atisbo el horizonte a vista de pájaro. Desde la primacía que me confiere la eterna roca que se eleva sobre las cabezas de los propios hombres que la levantaron antaño, observo un ejército de almas que nada quiere hacer ante aquella construcción inexpugnable para tomar mi carne. Continúan con sus vidas ajenos a mi dolor, desconocedores de mi desconsuelo, ignorantes de mi existencia. Y mi único homenaje a su esfuerzo, a aquellos que me han permitido tan privilegiada posición, es el peso de mi alma, de mi alma rota, desdichada, desinflada de esperanza, engordada de emoción inútil.
 
El viento corta mi cara, frío al contacto húmedo de mis mejillas, y me recuerda que sólo aquel dolor tan insignificante, tan mortal, da fe de que aún sigo con vida, o al menos así es como comúnmente se le llama.

¿Cuándo empezó todo? No lo sé; no lo recuerdo; no quiero saberlo; me niego a recordar. No importa. No tiene importancia. Sólo importa que sé cuando será el final, porque lo decidiré antes de que llegué. Provocaré al destino al igual que cada segundo él me provoca a mí. Ése será mi pequeño secreto, mi triunfo sobre los hilos de las moiras.

Me encuentro en lo más alto de la torre del reloj, maravilla de la arquitectura del siglo XIV, representante del triunfo de la voluntad humana por alcanzar las estrellas y medir el tiempo que se nos escapa de entre los dedos de las manos como suave arena abrasiva que despezada la piel. Extiendo mi mano en dirección al cielo e intento aferrar esas estrellas en mi puño como un último homenaje desinteresado.

—¡Ja ja ja ja!

¡Risas! ¿Pero dónde? No… ¡¿De quién?! La fuerza de mil olas golpean mi pecho, el caballo encabritado de la duda erosiona mi integridad. Aunque por dentro está podrido, el cristal que cubre como una urna mi entereza semeja el más sólido de los aceros. Por ello, la más suave acometida acabaría con la mascarada sin mi permiso. Al igual que mis lágrimas, mi vulnerabilidad sólo me pertenece a mí. Y esa risa cruel, malvada, soslayaba mi única esperanza de decidir yo mi final.

—¡Ja ja ja ja! —volvió a golpearme con crueldad.

—¡Quién se encuentra ahí! ¡Muéstrate! Revela tu rostro para que mis ojos castigados se recuperen contemplando a quien muestra tan vivamente su felicidad y dicha, pues la risa en la boca de los hombres suele anunciar el calor de sus corazones.

La respuesta es más de lo que esperaba. Es decir, nada. Sí, no albergo esperanza de nada. Y eso obtuve, nada por respuesta por nada de esperanza.

Escruto mi alrededor con esmero, en un ápice de iniciativa y decisión infrecuente en mí y ferozmente contrario a lo que un instante antes sentía. La sala comenzaba a sumergirse entre las tinieblas con el lento pero constate ritmo con el que el Sol moría una vez más y su cuerpo caía tras el horizonte para encontrar reposo tras las montañas antes de una nueva resurrección, como un Osiris alentando por su Isis.
 
Las carcajadas sólo podían proceder de una pequeña sala que se abría a mi izquierda, el resto de la estancia se encontraba vacía y las incipientes escaleras hubieran desvelado con un traicionero eco la procedencia de mi interlocutor. Cuando llegué por la tarde no me había fijado en el lugar donde me hallaba en estos instantes, la cegadora abertura que descubría para mí un mundo de luces y sonidos me hipnotizó y me arrastró hasta ella, mostrándome aquello que anhelaba, una vida que se mostraba a la vez tan cercana y tan inalcanzable. Inalcanzable por dos motivos obvios. El primero porque en vez de encontrarme procurándome mi propio paraíso sólo contemplaba el de los demás como quien mira a través de un escaparate, con temeridad y a la vez con temor de golpearse la cabeza contra el cristal. Pero el segundo y más evidente es porque me encontraba a tal altura que me convertía en un espectador de excepción, y como tal, no podía participar, si no quería terminar siendo puré.
 
Abatido, consciente de que todo debía ser una ilusión, regreso a contemplar la muerte del astro, mientras mentalmente entono himnos funerarios por él. Los vencedores escriben poemas que ensalzan sus victorias. Los vencidos entonan amargas canciones. Todos derraman lágrimas al final. Esas palabras golpean mi mente, sin previo aviso ni invitación, y aunque se que debí leerlo en algún lado, en estos momentos son tan mías que permanecerán para siempre en mi memoria.
 
Termino de contemplar el ocaso, la caída del héroe, la tragedia del redentor, y la noche me devuelve el sentido de la visita. Un lugar solitario para un alma solitaria en un acto de solitarios lamentos para un final solitario. Consentir espectadores sólo hubiera sido un último acto de frivolidad que habría mancillado el propósito de mi combate.

—Un hombre se compone de todo aquello que forma su existencia —vuelvo a escuchar la misma voz, esta vez clara, penetrante, penetrando en mi cabeza de fuera a dentro y de dentro a fuera—. Consciencia; pensamiento; palabra; acción… son engranajes que interactúan con el mundo que nos rodea a través de la fuerza motriz que genera nuestra voluntad. Porque la voluntad es por encima de todo la principal diferencia entre un hombre y una alimaña. Inconsciencia; ofuscamiento; silencio; pasividad… —continúa aleccionándome— son tensiones que terminan por provocar un deterioro superficial e inevitablemente la rotura violenta de algún diente. Y entonces el sistema… falla. Sin lugar a dudas, conoces la insatisfacción que genera tu poca fuerza de voluntad. Tu existencia se descompone a cada giro, a cada paso, soportando cada vez más tensión, sosteniéndote cada vez con menos entereza. Y el único lubricante que te proporcionas son tus lágrimas. Y el único aliento son tus lamentos. Y para evitar que todo colapse más tempranamente, te refugias entre estas sombras, aletargando el final, que crees ver tan certero que tu máxima pretensión de triunfo no es imponer tu voluntad, es arrojarte a las fauces del animal.
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