martes, 24 de octubre de 2023

Me fui y no termino de volver

Hace unos años (más de los que quisiera recordar) escribí algunos textos sobre el horror de la página en blanco. Joder, incluso escribí un poema y un cuento en torno a esa idea, a esa imagen, que es la nulidad de cualquier imagen, cualquier palabra (el cuento, aunque pequeño, pobre y apresurado, tal vez sea presentado aquí algún día, si es que consigo hacerme con las páginas originales, pues antes no tenía mucho espacio digital para almacenar mis escritos, así que los conservaba en físico, impresos, como se hacía en tiempos de Gutenberg). Un par de los textos de corte más ensayístico vieron la luz, y simultáneamente la oscuridad también (otro tipo de oscuridad, no muy diferente a la del encierro: la del blog escondido). Tal vez los encuentres si exploras un poco estas Fauces, lector potencial/espectral.

Volviendo a la página en blanco, ese era uno de mis temas predilectos cuando me sentaba a escribir, porque usualmente me sentaba a escribir nada en particular. Al principio era curiosidad, después se fue convirtiendo en una llama interna que me quemaba si no ponía su calor a buen uso, es decir, a derretir la nieve frente a mí; la frialdad del vacío, de la página vacía, que era como un muro interponiéndose entre mi persona y mi futura obra literaria. Sin embargo, la blancura era casi siempre demasiada para mi pequeño horno de leña amateur, y, debido a mi carácter débil y disperso, comencé a olvidar el objetivo detrás de la pared y a concentrarme en el brillo de la nieve. Comencé a fijar mi atención y energías en la dificultad del proceso, más que en el proceso en sí. Me volví un poeta quejica de mi propia incompetencia, demasiado exigente con mis formas y las formas de mi escritura, pero ignorante total de las ideas que esa misma escritura podía transmitir.

Ahora comprendo que el horror de la página en blanco era el miedo del Extraño lovecraftniano contemplando un espejo por primera vez, temeroso de acercársele y conocer su naturaleza reflexiva/reflejante. Pues blanco era el producto de mis onanismos y, tal cual, blanco era lo que me brillaba por dentro. Aún hoy lo siento así: estoy vacío. Ni los pensamientos ni los sentimientos que tocan a mi puerta se quedan por mucho tiempo. Soy una casa abandonada, abierta a cualquier visitante, pero demasiado austera y fría y lóbrega para resultarles acogedora, incluso a los más enfermizos y desperados entre ellos. En ocasiones, ese vacío sube a mi pecho en forma de vértigo, por lo que recurro a la glotonería, pero los alimentos quedan atascados entre mis mandíbulas y las pocas migajas que se abren paso al interior de mi estómago no me saben a nada, ni siquiera a hambre. Lo abandono todo, ni medio masticado, antes de probar sabor en mi boca, de conocer las texturas de esos frutos del mundo; un mundo en el que siempre estoy ausente, incompleto, y donde siempre soy un extraño extrañando la extrañeza, anhelando no saber lo que sé, y lo que creo que sé, porque así, pienso, la vida puede volver a su estado inicial de misterio y posibilidades, cuando la flama dentro de mí ardía en amarillo y no en blanco.

Así como abandono todo proyecto que recojo, pues nunca lo sostengo con convencimiento ni remuevo apenas el polvo que lleva acumulado; así como absorbo cualquier esteticismo al que sea expuesto por suficiente tiempo, y como la esponja lo dejo fluir de nuevo al menor apretón, así he abandonado este blog, decepcionando a mi colega Signatus (una vez más), decepcionando a Blogger (una vez más), decepcionándome… No, a mí no, pues casi tres décadas de existencia me han demostrado que el abandono es mi camino, por lo que hace mucho me volví inmune a mi propio fraude. 

A las Fauces pido perdón, soy un cordero en piel de lobo y la hierba me provoca indigestión. Sólo puedo temblar de frío y hambre en el fondo de la cueva, esperando al pastor o al cazador, o al verdadero lobo. Uno de ellos podrá terminar la obra de mi vida, pues ni siquiera de eso soy capaz. 


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