Paris, Texas, de Wim Wenders, 1984. |
Signatus:
Comenzamos esta sección con una película de 1984, el año en el que George Orwell desarrolló la trama de su novela con título homónimo y el año en el que empecé a morir, como todo ser vivo tras su nacimiento.
Al principio no comprendí bien «Paris, Texas». Aunque su comienzo y su final me parecieron sublimes, el recorrido para llegar al desenlace me pareció, en ocasiones, que me devolvía al desierto del inicio de la película donde vemos por primera vez al personaje de Travis Henderson. Parecía que nunca lograría escapar y yo quería salir de allí, descubrir que había más allá sin tener que seguir vagando. Fui impaciente y sin embargo cada vez estaba más cerca del destino, simplemente no era capaz de reconocerlo.
Ahora hablaré del silencio, qué paradoja, ¿o no? El silencio, ¡ese silencio! ¡Qué desesperante! ¡Vamos, Travis! ¡Háblame! ¡Quiero saber! ¿Qué te ha pasado? ¡¿Qué es lo que te llevó a estar así?! ¡¿Qué es lo que hiciste o dejaste de hacer?! Y desde el comienzo obtenemos la respuesta, aunque no nos demos cuenta: «Parece que te han cortado la lengua, a no ser que tengas algo que ocultar». Y ahí, sin percatarme de ello, el anzuelo se clavó en mi boca y por mucho que quisiera escapar, ya sólo podría dejarme llevar. ¿Adónde? A Paris, Texas. Porque aunque no lo sabía, existe un Paris allí, en Texas. ¡Así es! Un Paris que representa la melancolía y la futilidad del paso del tiempo si no se camina. Si no se trata de llegar a algún lado. Travis intenta llegar a Paris, Texas, y en su camino parece haberse vuelto amnésico y tiene que ser rescatado por hermano para poder reiniciar su camino a la salvación. Y si bien Travis buscó en el olvido la sanación, no puede haber redención si se huye del recuerdo porque sólo con éste podremos encontrar la expiación. Y en la pérdida voluntaria hallaremos la penitencia y podremos perdonarnos a nosotros mismos.
Los primeros recuerdos que nos ofrece la cinta son los más bonitos y a su vez los más dolorosos. O eso llegué a pensar. Porque cuando descubramos la verdad comprenderemos que puede ser igual de doloroso lo bello y lo feo. Lo bello porque pertenezca al pasado y ya lo hayamos perdido. Y lo feo porque sea el responsable de haber dejado atrás lo bello. ¿Y qué es lo bello? El amor, la felicidad del amor, la familia creada por y con amor. Amor, amor, amor. ¿Pero qué es el amor? Si acaso una ilusión que se crea y se destruye en cada instante. Pero cuyo ciclo no tiene por qué terminarse…
Pero volviendo a la película, Travis consigue recuperar la confianza y el amor (si es que éste alguna vez se perdió) de su hijo, al cual no ve desde hace 4 años, desde su misteriosa desaparición. Su hermano junto a su esposa han sido quienes han cuidado al pequeño. El matrimonio no tiene hijos propios y han tomado a su sobrino como a un hijo. Así que la felicidad de un padre y un hijo por recuperarse mutuamente es también la desdicha de una mujer que ve cómo va a perder al niño que quiere como suyo. Me parece muy interesante esta perspectiva de cómo no hay nada bueno o malo en términos absolutos, y un mismo hecho en apariencia correcto y benigno puede generar tanto alegría como dolor según las personas implicadas. Padre e hijo, ahora reunidos y reconciliados, se embarcan en una aventura para localizar Jane, esposa de Travis y madre de Hunter.
Las escenas en el peep show al final de la película son simplemente demoledoras. Te destrozan lentamente. La primera por el desgarrador reencuentro entre Travis y Jane, sin que ella sepa quién se encuentra al otro lado del cristal. Y la segunda por la fuerza de la confesión. Sin violencia, sin reproches, sin rencor. Y sin atreverse a mirarse a la cara, relatan el daño que se hicieron, dos personas que se amaban con locura pero no pudieron permanecer juntas por más tiempo. Y ahora lo importante no son ellos, sino el fruto de su amor, Hunter. Travis ha concluido su viaje de expiación uniendo a madre e hijo otra vez para así, entonces, él poder desaparecer… Ya no pertenece a las vidas de las personas que más ama.
Ahora soy yo quien vaga solo por un desierto como un autómata. Pero sin haber perdido nada, sin nada que encontrar, sin nadie a quien recuperar. Y aún así no envidio a Travis Henderson.
Como anécdota para terminar, y como se suele decir, por ironías de la vida crecí con la melodía con la que abre los créditos y sin embargo no ha sido hasta ahora que he descubierto a dónde pertenecía. Esa melodía me acompañó entonces, me acompaña ahora y estoy seguro que me acompañará ya hasta el final de mis días. Se trata de «Paris, Texas» de Ry Cooder y era la melodía de la cabecera de Documentos TV de RTVE en los años 90.
↓ Paris, Texas en Documentos TV ↓
Cinefilocalista:
Al recomendarle la primera película de la lista a mi amigo Signatus, no esperaba que yo mismo terminaría viéndola (o revisándola, pues se supone que conocía todas las que mencioné desde antes, ¿no?). Por ello, le dije “empieza con ‘Paris, Texas’”. Es la opción más obvia para cualquier cinéfilo respetable cuando se mira el año de 1984. La película que aúna como pocas el esplendor ochentero del cine norteamericano y la inspiración que el cine europeo conservaba (quizá como un último aliento) desde los sesentas. ¡Y cuánto talento desatado! Wim Wenders, Harry Dean Stanton y Nastassja Kinski están en su mejor momento. Dean Stockwell sigue aportando su refinada masculinidad. Incluso reconocí a Aurore Clément por sus escasos minutos de pantalla en ‘Apocalypse Now’ (difícil olvidar su rostro como una visión en la jungla). Encima tenemos la música de Ry Cooder, la fotografía de Robby Müller y dos asistentes muy especiales: Claire Denis, quien luego se volvería una gran directora, y Allison Anders, quien vertería lo aprendido aquí en sus primeras dos películas, también de carácter desértico, caravánico y autostopista. ‘Border Radio’ (1987), por ejemplo, recuerda al estilo de Jim Jarmusch en ‘Stranger Than Paradise’, la cual, oh sorpresa, tuvo su estreno en el mismo año que ‘Paris, Texas’, alzándose ambas como paradigmas del road movie en otra demostración de que el cine es espejo frente a espejo. ¿Otro dato hermoso? John Lurie, músico, actor fetiche jarmuschiano, participa en los dos filmes; protagónico en uno, cameo en otro. Como un viajero del celuloide (como cualquier viajero), se deja ver poco aquí y mucho allá, pero está en todas partes. No hay que olvidar que él mismo, durante su juventud, recorrió parte de Estados Unidos a fuerza de andar y “pedir ride”. Ese tipo de experiencia, por tangencial que parezca, no puede serle indiferente al legado de una película.
Hablando de tangentes, hay muchas en el camino de una reseña cinéfila, como carreteras en Estados Unidos, y es fácil desviarse o tomar la senda equivocada ante una bifurcación. Diablos, es fácil inclusive perderse fuera de las líneas de concreto y vagar por años y años, como Travis, como Signatus. Yo estuve así desde que viera ‘Paris, Texas’ en el ¿2015? (lo he olvidado). Me pareció sublime, pero, como mi compañero lobuno, no salí del arenal durante la mayor parte del metraje, y no fui capaz de reconocer el destino aun cuando este se hallaba detrás de la ventanilla. Qué silencio, ¿eh, Signatus? Qué silencio en este valle rocoso, en compañía de un personaje salido de la nada, de las entrañas del desierto, que ha creado tanta distancia entre su persona y su pasado que es casi como si lo hubiera dejado de escuchar, y él mismo no pronuncia palabra por no quebrar el olvido y no olvidarse de seguir caminando, seguir creando distancia, seguir huyendo y seguir, seguir…
Podría decirse que en esos dos elementos, el viaje y el silencio, está contenida la esencia del cine. Por ello el paradigma de las road movies; ese desplazamiento, ese constante ir al encuentro de la luz y el horizonte, y uno mismo, en todas sus dimensiones. Acompañado, sí, de diálogos ocasionales, pero que quedan siempre opacados por la vastedad de lo inhóspito, de esos lugares donde el tiempo parece dilatarse y las estructuras de la vida cotidiana se muestran insignificantes. Por ello, más específicamente, el paradigma de ‘Paris, Texas’: porque, a través de la magnificencia de sus postales y del hallarse solo, pequeño y comprimido hasta el mutismo, pero al mismo tiempo frente a la posibilidad del camino, consigue llevarnos hacia el corazón de una vida, muchas vidas, un país, un planeta que habla con el movimiento y la evolución de sus partes. La Tierra, tal como Hunter describe su origen.
Nada parece casualidad en el gran cine, por eso no creo que lo sea el hecho de que Hunter se presenta como un chico aficionado al espacio y la ciencia ficción (dos años después, el actor, Hunter Carson, estelarizaría ‘Invaders from Mars’). Con su chaqueta de la NASA y sus walkie-talkies, él es capaz de mirar hacia arriba, hacia la inmensidad azul, donde las alas del aeropuerto parten cada día, ensordeciendo a los adultos al elevarse más allá de sus sueños olvidados (como dices, Signatus, la alegría del reencuentro padre-hijo es el dolor de dos padres adoptivos que regresarán a su vacía y ensordecida vida. La tragedia del hermano y la cuñada sería tema para otra película (de hecho, sus roles acaparaban más tiempo en las primeras versiones del guión)). A diferencia de Travis, quien en su empeño por andar el camino se niega a viajar en avión (su ataque de pánico es otro de los aspectos del personaje que el realizador decide mantener en silencio), y que únicamente bajo ciertas condiciones acepta desplazarse en cuatro ruedas. Así que está Hunter, todavía muy joven para observar el suelo, y Travis, con la vista fija en la carretera. ¿Qué sucede cuando ambos personajes acuerdan emprender la búsqueda de la madre desaparecida? Este cuadro:
Wenders, como su colega Herzog, no pierde de vista el significado global y la fuerza intimista de sus paisajes, los cuales Robby Müller dota de esa encendida y melancólica paleta de colores hopperiana que ya había explotado con el director en ‘Der Amerikanische Freund’ (1977). Las formas del viaje y los tintes de los destinos, que se vuelven “destintes” una vez que se arriba a ellos, juegan un papel muy importante, porque son los “ecos” visuales de todo aquello que no se dice y sólo se intuye. Alargaría demasiado esta entrada si hiciera la prueba de enlistar todos los ejemplos, así que dejo sólo dos: en el apartado de las formas, está la presentada arriba, con Travis y Hunter “materializando” su viaje, su propia “sub-road movie” dentro de la road movie (y es que esta es una road movie que contiene múltiples road movies, aunque se puede decir que toda película de este género tiene dos viajes por defecto, y no me refiero a los de ida y vuelta); en el apartado de los colores, el rojo que acompaña al protagonista durante todo(s) su viaje(s), que revela su naturaleza de embalaje vital, ¿espiritual?, desde que se le observa sobre la cabeza, y va manifestándose en distintos indicios de su búsqueda hasta que arde en la imagen como un fuego, el rojo-fuego del amor y la redención, el rojo interno de lo que siempre falta o sobra, el de la idealización de un París que no está en Francia, de donde venimos y hacia donde vamos esperando el paraíso (no el parisino). El rojo que nos impulsa a continuar sobre la carretera, el rojo-rosa de un horizonte inexplorado y otro que se deja atrás.
Gracias, Signatus, por ayudar a traerme de vuelta a esta obra maestra. Continúa, pues, tu largo viaje, que yo permaneceré detrás de esta pantalla y frente a este espejo, aguardando tu próximo visionado.
↓ Tráiler (V.O.S.E.) ↓
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