Advertencia: El texto que usted va a leer a continuación ha sido escrito sin ninguna reflexión previa. Podría tratarse del método de escritura automática o automatismo psíquico, pero no se puede garantizar tal afirmación debido a que el autor probablemente ni siquiera comprende en qué consiste dicho método. Lo que sí se puede garantizar es que no se ha escrito bajo las estrictas condiciones saludables de descanso y sueño. Por este motivo, el autor se hace totalmente responsable de todo lo que se expresa a continuación, porque no tiene miedo a caerse y levantarse, pero sobre todo, porque no tiene miedo de auparse finalmente sobre los hombros de los gigantes.
Primera parte.
El hombre es ante todo un animal social. Desde el nacimiento de la concepción de la muerte se puede afirmar que el hombre toma consciencia de su singularidad, de su fragilidad, de su condición efímera, y sobre todo y más importante, de su relación con el prójimo como salvaguarda de todo aquello de lo que acababa de ser consciente.
El hombre es un animal social, feroz y competitivo. Se debe a que nuestra sociabilidad no es fruto de nuestra posible esencia, sino que es un mecanismo que hemos construido como defensa. Es la muestra de egoísmo más pura que encontraremos jamás en la naturaleza, por eso somos animales egoístamente sociales.
El hombre es un animal social, feroz, competitivo y maestro de arquitectura. Porque continuamente construye modelos de sociedad que le permiten mantener las diferencias entre él y sus iguales. Sociales, sí, pero somos competitivos y lo somos por egoísmo, y donde se encuentra uno no se quiere al otro. Al menos no se quiere a nadie a quien no se le haya consentido previamente estar.
La antropología nos proporciona evidencias razonables de lo que estoy diciendo, pero como esto lo estoy escribiendo a modo de ensayo, no profundizaré en ninguna teoría, ya sea marxista, estructuralista, de antropología comparada, etc.
Tan profunda es nuestra concepción primaria del egoísmo que muy pronto se articuló, como animales sociales que somos, una construcción para dar salida a nuestras tensiones. Así fue como apareció la figura del Big Man en la Prehistoria, es decir, el Gran Hombre (como muy bien habrán podido traducir o deducir). En esos primeros momentos en los que no se rastrea una diferenciación social o una jerarquización marcada (no se trata de lo que algunos más ortodoxos han querido ver como «comunismo primitivo»), se ponen en marcha una serie de mecanismos que son necesarios para evitar tener que llegar a justificar el orden que debe prevalecer. Uno de esos mecanismos es el don contra don. Se trata de una precaria válvula de escape para aquellos primeros conflictos que se producían por la acumulación de riqueza. Este mecanismo consistía en la dilapidación de dicha riqueza por parte de nuestro Big Man con la contrapartida de reconocimiento y prestigio (lo cual veremos más adelante que inevitablemente conlleva a más acumulación de poder y riqueza en el futuro).
El hombre es ante todo un animal social. Desde el nacimiento de la concepción de la muerte se puede afirmar que el hombre toma consciencia de su singularidad, de su fragilidad, de su condición efímera, y sobre todo y más importante, de su relación con el prójimo como salvaguarda de todo aquello de lo que acababa de ser consciente.
El hombre es un animal social, feroz y competitivo. Se debe a que nuestra sociabilidad no es fruto de nuestra posible esencia, sino que es un mecanismo que hemos construido como defensa. Es la muestra de egoísmo más pura que encontraremos jamás en la naturaleza, por eso somos animales egoístamente sociales.
El hombre es un animal social, feroz, competitivo y maestro de arquitectura. Porque continuamente construye modelos de sociedad que le permiten mantener las diferencias entre él y sus iguales. Sociales, sí, pero somos competitivos y lo somos por egoísmo, y donde se encuentra uno no se quiere al otro. Al menos no se quiere a nadie a quien no se le haya consentido previamente estar.
La antropología nos proporciona evidencias razonables de lo que estoy diciendo, pero como esto lo estoy escribiendo a modo de ensayo, no profundizaré en ninguna teoría, ya sea marxista, estructuralista, de antropología comparada, etc.
Tan profunda es nuestra concepción primaria del egoísmo que muy pronto se articuló, como animales sociales que somos, una construcción para dar salida a nuestras tensiones. Así fue como apareció la figura del Big Man en la Prehistoria, es decir, el Gran Hombre (como muy bien habrán podido traducir o deducir). En esos primeros momentos en los que no se rastrea una diferenciación social o una jerarquización marcada (no se trata de lo que algunos más ortodoxos han querido ver como «comunismo primitivo»), se ponen en marcha una serie de mecanismos que son necesarios para evitar tener que llegar a justificar el orden que debe prevalecer. Uno de esos mecanismos es el don contra don. Se trata de una precaria válvula de escape para aquellos primeros conflictos que se producían por la acumulación de riqueza. Este mecanismo consistía en la dilapidación de dicha riqueza por parte de nuestro Big Man con la contrapartida de reconocimiento y prestigio (lo cual veremos más adelante que inevitablemente conlleva a más acumulación de poder y riqueza en el futuro).
Cuando el Big Man realizaba dicho acto a modo de ofrenda (don) lo que se producía era una ofensa hacía los demás. Dicha ofensa requería una satisfacción igual, y si era superior, mucho mejor. Así que quienes podían movilizar fuerza de trabajo y acaparar a su vez riqueza devolvían la ofrenda (don) recibida por el anterior Gran Hombre con una nueva dilapidación de riqueza (don contra don).
Es así como funcionaba este mecanismo del don contra don, que actualmente ha pervivido en nuestro tradicional «te hago un regalo si tú me hiciste un regalo. Y si tu regalo fue bueno el mío no puede ser menos». Porque intencionadamente con nuestro don/regalo lo que buscamos es quedar por encima del otro don/regalo. Una vez más vemos la constante del egoísmo como raíz de nuestros mecanismos de sociabilidad.
El frágil equilibrio se derrumbó cuando el Big Man obtenía la riqueza, el prestigio para movilizar «mano de obra», etc., y no se deshacía de ella, sino que la acaparaba. Y si aún no podía legarlo, sólo era cuestión de volver a construir otro modelo social a gusto del consumidor.
De nuevo puso a trabajar su mente de arquitecto e ideó un sistema de escalas de divinidad y humanidad (esta última muy por debajo de la primera) en las que el templo-palacio era el acaparador de todos los recursos. En lenguaje vulgar para que todos lo entendamos, «yo me quedo con tu producción de grano porque el gran Dios, que es más poderoso que tú y al que has de temer siempre, me lo permite ya que soy su representante y guardián en la tierra». Y claro, quién es el guapo, feo o regular que dice que no. ¿Cuántas revoluciones de la razón y destrucciones de la misma serán necesarias? El objetivo de la Historia, como el de cualquier otra ciencia, debe ser la superación de las desigualdades entre los hombres, su bienestar en todas sus dimensiones. Y esto no es una cuestión idealista, es una cuestión de utilitarismo. Si no sirven para eso, no sirven para nada.
Habiendo llegado a este punto debo realizar un cambio brusco en mi discurso, ya que mi objetivo de introducir al hombre como animal social, feroz, competitivo, egoísta y maestro arquitecto de modelos de existencia queda, para esta ocasión, sobradamente justificada.
¿Qué sucede cuando alguien, por su egoísmo social, aspira a elevarse por encima de los demás? O al menos, a estar a la misma altura que muchos otros. Es entonces cuando nos elevamos sobre los hombros de los gigantes. Los gigantes son aquellos que han destacado de entre los demás en algún campo concreto. Ya puede ser en el campo de las matemáticas, la literatura, la geografía… pero también pueden haber desarrollado aptitudes excepcionales en los no menos nobles campos de la ética, la amistad, la lealtad, la honestidad, la sinceridad, etc. En muy pocas ocasiones estos dos ámbitos conceptuales se dan en una misma persona, y es entonces cuando tenemos ante nosotros a una mente preclara. Sinceramente, he conocido muy pocas de esas mentes, y ninguna en persona. Aunque no diré sus nombres para no ofender a nadie. Después de las mentes preclaras encontramos a los que comúnmente llamamos genios por un lado, y «buenas personas» por el otro. Y por último, pero no por ello menos abundantes, se encuentran los auténticos cíclopes, con todos los defectos que Homero ya les atribuyó. Tanto en unos gigantes como en otros podemos auparnos sobre sus hombros, aunque claro, de los gigantes del primer tipo se nos hace imposible la escalada. En cuanto a los segundos, preferimos esperar a que estén muertos o, al menos, a que no nos vean para poder llevarnos nosotros toda la gloria. Recordad, somos un animal social, feroz, competitivo, egoísta y maestro arquitecto de modelos de existencia. Respecto a los terceros, podríamos auparnos fácilmente sobre ellos e incluso nos brindarían su ayuda. Pero éstos son muy escasos, en peligro de extinción, y en el fondo tenemos miedo de que no sepamos mantener el equilibrio sobre ellos y nos caigamos mostrando nuestra debilidad y entonces salgamos peor parados, no por la caída, sino porque no sepamos superar el fracaso. Y finalmente, los cíclopes te darán una patada en cuanto te vean.
Segunda Parte.
Soy un hombre pequeño. En otras ocasiones lo he expresado con estas palabras: «Si eres un niño bailando con gigantes es inevitable que tarde o temprano te pisen». Y ése es el miedo que tenemos. Ése es el miedo que tengo. Ése es mi miedo. Somos portadores del estigma del miedo egoísta que teme que alguien pueda ofendernos, que algún semejante nos ofrezca un don mayor al que nosotros mismos podemos ofrecerle, que no seamos capaces de generar una mayor ofensa. Mi vida ha sufrido un letargo que ha ralentizado su eclosión. Sin embargo, puedo estar orgulloso de no haberme saltado ninguna de las etapas vitales que socialmente hemos construido a lo largo de los últimos siglos, evitando así las últimas tendencias sociales de «vivir demasiado deprisa». Empecé a andar ayer como quien dice, y levantar la vista me produce un profundo efecto de vértigo por contemplar las piernas de todos los gigantes que me rodean.
Como animal social, feroz, competitivo y maestro de arquitectura que soy debería trepar, sin importarme el precio a pagar o a robar, por encima de aquellos que se alzan como gigantes sobre mi cabeza. Hemos construido como «natural» este comportamiento de querer siempre, en la medida lo posible, otear un horizonte lleno de coronillas y que por encima de nosotros no se encuentre nada más que Dios, si es que éste nos sirve... ¿O acaso no somos nosotros mismos ya la propia deidad?
Si no soy capaz de conseguir mis egoístas objetivos, mi corazón se reconforta con este tímido consuelo: «Prefiero permanecer en la sombra de aquellos que pueden ofrecerme grandes valores a trepar sobre las jorobas de aquellos que pretenden hacerse un hueco más grande para su prepotente culo». Pero esta frase sólo encierra en sí misma un rencor que no puede escapar de todo a lo que he ido refiriéndome con anterioridad. No se puede aspirar a la inactividad en la obscuridad, aunque esta provenga de la sombra del más hermoso de los árboles, porque tarde o temprano requeriremos la lista de nuestros méritos y logros y éstos deben ser nuestros, no el reflejo de los demás. Con ello no quiero decir que no debamos aprender a aferrar una mano amiga con fuerza o que sea más deseable ser un cíclope en la cumbre del mundo que ser un enano en los talones de un gigante. Pero debemos construir una aspiración universal y la voluntad es, por encima de todo, la principal diferencia entre un hombre y una alimaña. Si no se es como un lobo estepario, sólo te sientes vivo cuando estás herido, cuando te sientes acorralado. ¡Te conviertes en un lobo disfrazado de hombre! Y con toda dureza considero que a lo largo del tiempo la voluntad de los cíclopes ha imperado porque hemos sido alimañas, pues aunque cíclopes, siguen siendo hombres. Pero, ¿y nosotros? ¿Y yo?
La realidad es que hemos construido un mundo de arribas y abajos, de ricos y pobres, de listos y tontos, de brillantes y mediocres. Por todo esto me pregunto: ¿Dónde queda el término medio? ¿Es acaso baladí la expresión de que la virtud se encuentra en la templanza? Yo mismo me encuentro hablando de gigantes y enanos, de aspiraciones y anhelos. De ofensas y contraofensivas. Y quizá sea porque el término medio no es nada, sino simplemente una parte del camino. Un punto entre el fracaso y el éxito, una estación de penitencia más, pero no un destino en sí mismo. Quizá sea lo que me hace sentir tan agotado. Es por ello que puede que nada de lo que escribo tenga sentido.
Probablemente el temor que siento sea tan sólo una construcción social más de aquellos que no quieren mi competencia. Quizá hemos conseguido transmitir por genética aquellos miedos que antaño fueron sólo convencionalismos. La norma no escrita se ha convertido en ley; se ha regado con agua convertida en sangre, y se ha abonado con mierda convertida en miseria.
Ya es tarde. No me creo el tópico de que nunca es tarde. Siempre es tarde. Llevamos unos 10.000 años de demora. ¿Hasta cuándo? ¿Algún día nos dejaremos de empujar? ¿Algún día las guerras dejaran de prohibir, perseguir y asesinar a las mentes preclaras, lisiar a los gigantes y encumbrar a los cíclopes? ¿Algún día triunfará la acción sobre la especulación? Y esa acción, ¿será dirigida en el sentido correcto? El ejercicio de formularse preguntas proporciona el mayor de los estímulos al crearnos nuevas incertidumbres que nos plantean nuevos caminos para recorrer... si somos capaces de ponernos en pie, si somos capaces de auparnos sobre los gigantes.
Egoístamente sólo quiero rodearme de lo mejor. Egoístamente tengo miedo de quienes me rodean porque puedan ensombrecerme y hacerme desaparecer bajo sus pies. Egoístamente lucho contra este sentimiento y sobre todo, egoístamente permaneceré junto a aquellos que me acompañan, tanto con los que me pueden aupar como con aquellos a los que yo pueda levantar. Porque al fin y al cabo no soy más que otro animal social, feroz, competitivo y maestro de arquitectura.
El espíritu creador que poseemos sólo tiene aquellos límites que nosotros queramos imponernos. Aquellos límites que nos obligan a imponernos. Si a pesar de todo lo que has leído aún tienes miedo, piensa que lo que he dicho no es nada nuevo, tú ya lo sabías, simplemente lo has recordado… Quizá así no encuentres ajenas mis palabras y apropiándote de ellas seas capaz de zancadillear a los cíclopes, de admirar a las mentes preclaras, de aceptar a los buenos gigantes y de encaramarte sobre los genios.
Es así como funcionaba este mecanismo del don contra don, que actualmente ha pervivido en nuestro tradicional «te hago un regalo si tú me hiciste un regalo. Y si tu regalo fue bueno el mío no puede ser menos». Porque intencionadamente con nuestro don/regalo lo que buscamos es quedar por encima del otro don/regalo. Una vez más vemos la constante del egoísmo como raíz de nuestros mecanismos de sociabilidad.
El frágil equilibrio se derrumbó cuando el Big Man obtenía la riqueza, el prestigio para movilizar «mano de obra», etc., y no se deshacía de ella, sino que la acaparaba. Y si aún no podía legarlo, sólo era cuestión de volver a construir otro modelo social a gusto del consumidor.
De nuevo puso a trabajar su mente de arquitecto e ideó un sistema de escalas de divinidad y humanidad (esta última muy por debajo de la primera) en las que el templo-palacio era el acaparador de todos los recursos. En lenguaje vulgar para que todos lo entendamos, «yo me quedo con tu producción de grano porque el gran Dios, que es más poderoso que tú y al que has de temer siempre, me lo permite ya que soy su representante y guardián en la tierra». Y claro, quién es el guapo, feo o regular que dice que no. ¿Cuántas revoluciones de la razón y destrucciones de la misma serán necesarias? El objetivo de la Historia, como el de cualquier otra ciencia, debe ser la superación de las desigualdades entre los hombres, su bienestar en todas sus dimensiones. Y esto no es una cuestión idealista, es una cuestión de utilitarismo. Si no sirven para eso, no sirven para nada.
Habiendo llegado a este punto debo realizar un cambio brusco en mi discurso, ya que mi objetivo de introducir al hombre como animal social, feroz, competitivo, egoísta y maestro arquitecto de modelos de existencia queda, para esta ocasión, sobradamente justificada.
¿Qué sucede cuando alguien, por su egoísmo social, aspira a elevarse por encima de los demás? O al menos, a estar a la misma altura que muchos otros. Es entonces cuando nos elevamos sobre los hombros de los gigantes. Los gigantes son aquellos que han destacado de entre los demás en algún campo concreto. Ya puede ser en el campo de las matemáticas, la literatura, la geografía… pero también pueden haber desarrollado aptitudes excepcionales en los no menos nobles campos de la ética, la amistad, la lealtad, la honestidad, la sinceridad, etc. En muy pocas ocasiones estos dos ámbitos conceptuales se dan en una misma persona, y es entonces cuando tenemos ante nosotros a una mente preclara. Sinceramente, he conocido muy pocas de esas mentes, y ninguna en persona. Aunque no diré sus nombres para no ofender a nadie. Después de las mentes preclaras encontramos a los que comúnmente llamamos genios por un lado, y «buenas personas» por el otro. Y por último, pero no por ello menos abundantes, se encuentran los auténticos cíclopes, con todos los defectos que Homero ya les atribuyó. Tanto en unos gigantes como en otros podemos auparnos sobre sus hombros, aunque claro, de los gigantes del primer tipo se nos hace imposible la escalada. En cuanto a los segundos, preferimos esperar a que estén muertos o, al menos, a que no nos vean para poder llevarnos nosotros toda la gloria. Recordad, somos un animal social, feroz, competitivo, egoísta y maestro arquitecto de modelos de existencia. Respecto a los terceros, podríamos auparnos fácilmente sobre ellos e incluso nos brindarían su ayuda. Pero éstos son muy escasos, en peligro de extinción, y en el fondo tenemos miedo de que no sepamos mantener el equilibrio sobre ellos y nos caigamos mostrando nuestra debilidad y entonces salgamos peor parados, no por la caída, sino porque no sepamos superar el fracaso. Y finalmente, los cíclopes te darán una patada en cuanto te vean.
Segunda Parte.
Soy un hombre pequeño. En otras ocasiones lo he expresado con estas palabras: «Si eres un niño bailando con gigantes es inevitable que tarde o temprano te pisen». Y ése es el miedo que tenemos. Ése es el miedo que tengo. Ése es mi miedo. Somos portadores del estigma del miedo egoísta que teme que alguien pueda ofendernos, que algún semejante nos ofrezca un don mayor al que nosotros mismos podemos ofrecerle, que no seamos capaces de generar una mayor ofensa. Mi vida ha sufrido un letargo que ha ralentizado su eclosión. Sin embargo, puedo estar orgulloso de no haberme saltado ninguna de las etapas vitales que socialmente hemos construido a lo largo de los últimos siglos, evitando así las últimas tendencias sociales de «vivir demasiado deprisa». Empecé a andar ayer como quien dice, y levantar la vista me produce un profundo efecto de vértigo por contemplar las piernas de todos los gigantes que me rodean.
Como animal social, feroz, competitivo y maestro de arquitectura que soy debería trepar, sin importarme el precio a pagar o a robar, por encima de aquellos que se alzan como gigantes sobre mi cabeza. Hemos construido como «natural» este comportamiento de querer siempre, en la medida lo posible, otear un horizonte lleno de coronillas y que por encima de nosotros no se encuentre nada más que Dios, si es que éste nos sirve... ¿O acaso no somos nosotros mismos ya la propia deidad?
Si no soy capaz de conseguir mis egoístas objetivos, mi corazón se reconforta con este tímido consuelo: «Prefiero permanecer en la sombra de aquellos que pueden ofrecerme grandes valores a trepar sobre las jorobas de aquellos que pretenden hacerse un hueco más grande para su prepotente culo». Pero esta frase sólo encierra en sí misma un rencor que no puede escapar de todo a lo que he ido refiriéndome con anterioridad. No se puede aspirar a la inactividad en la obscuridad, aunque esta provenga de la sombra del más hermoso de los árboles, porque tarde o temprano requeriremos la lista de nuestros méritos y logros y éstos deben ser nuestros, no el reflejo de los demás. Con ello no quiero decir que no debamos aprender a aferrar una mano amiga con fuerza o que sea más deseable ser un cíclope en la cumbre del mundo que ser un enano en los talones de un gigante. Pero debemos construir una aspiración universal y la voluntad es, por encima de todo, la principal diferencia entre un hombre y una alimaña. Si no se es como un lobo estepario, sólo te sientes vivo cuando estás herido, cuando te sientes acorralado. ¡Te conviertes en un lobo disfrazado de hombre! Y con toda dureza considero que a lo largo del tiempo la voluntad de los cíclopes ha imperado porque hemos sido alimañas, pues aunque cíclopes, siguen siendo hombres. Pero, ¿y nosotros? ¿Y yo?
La realidad es que hemos construido un mundo de arribas y abajos, de ricos y pobres, de listos y tontos, de brillantes y mediocres. Por todo esto me pregunto: ¿Dónde queda el término medio? ¿Es acaso baladí la expresión de que la virtud se encuentra en la templanza? Yo mismo me encuentro hablando de gigantes y enanos, de aspiraciones y anhelos. De ofensas y contraofensivas. Y quizá sea porque el término medio no es nada, sino simplemente una parte del camino. Un punto entre el fracaso y el éxito, una estación de penitencia más, pero no un destino en sí mismo. Quizá sea lo que me hace sentir tan agotado. Es por ello que puede que nada de lo que escribo tenga sentido.
Probablemente el temor que siento sea tan sólo una construcción social más de aquellos que no quieren mi competencia. Quizá hemos conseguido transmitir por genética aquellos miedos que antaño fueron sólo convencionalismos. La norma no escrita se ha convertido en ley; se ha regado con agua convertida en sangre, y se ha abonado con mierda convertida en miseria.
Ya es tarde. No me creo el tópico de que nunca es tarde. Siempre es tarde. Llevamos unos 10.000 años de demora. ¿Hasta cuándo? ¿Algún día nos dejaremos de empujar? ¿Algún día las guerras dejaran de prohibir, perseguir y asesinar a las mentes preclaras, lisiar a los gigantes y encumbrar a los cíclopes? ¿Algún día triunfará la acción sobre la especulación? Y esa acción, ¿será dirigida en el sentido correcto? El ejercicio de formularse preguntas proporciona el mayor de los estímulos al crearnos nuevas incertidumbres que nos plantean nuevos caminos para recorrer... si somos capaces de ponernos en pie, si somos capaces de auparnos sobre los gigantes.
Egoístamente sólo quiero rodearme de lo mejor. Egoístamente tengo miedo de quienes me rodean porque puedan ensombrecerme y hacerme desaparecer bajo sus pies. Egoístamente lucho contra este sentimiento y sobre todo, egoístamente permaneceré junto a aquellos que me acompañan, tanto con los que me pueden aupar como con aquellos a los que yo pueda levantar. Porque al fin y al cabo no soy más que otro animal social, feroz, competitivo y maestro de arquitectura.
El espíritu creador que poseemos sólo tiene aquellos límites que nosotros queramos imponernos. Aquellos límites que nos obligan a imponernos. Si a pesar de todo lo que has leído aún tienes miedo, piensa que lo que he dicho no es nada nuevo, tú ya lo sabías, simplemente lo has recordado… Quizá así no encuentres ajenas mis palabras y apropiándote de ellas seas capaz de zancadillear a los cíclopes, de admirar a las mentes preclaras, de aceptar a los buenos gigantes y de encaramarte sobre los genios.
Me aferro a aquellos que me rodean, pero en sus zancadas, algunos sin pretensión y otros con intención, consiguen despojarme de su lado. Entonces, en el suelo sentando contemplo desde abajo la magnificencia de cuanto me rodea y tengo la tentación de asomarme al abismo. Y me asomo, y éste me mira y me cuenta lo que ve. Y a veces no me gusta... otras sí...
Como dice cierta máxima de ciertos pensadores, «la existencia precede a la esencia». Asumamos nuestra responsabilidad. Ejerzamos nuestra libertad. Se puede alcanzar la areté griega, la virtus romana. De acuerdo. Verba movent exempla trahunt (las palabras conmueven pero los hechos mueven).
Declaro abiertamente aceptar la esclavitud que me confiere mi libertad como hombre. Asumo la total responsabilidad de mis actos y exclusivamente de ellos. No considero como mío todo aquello ajeno a mi propia voluntad ni cargo con la pesada losa del pasado o la tradición. Rompo las cadenas impuestas y con furia proclamo la destrucción como génesis de una nueva creación. Contemplo a los gigantes que me rodean, venzo mi miedo y humildemente salto sobre ellos. Cada vez que sea arrojado de nuevo al suelo me levantaré sin pudor y con determinación volveré sobre ellos. Y si finalmente lograra auparme, nunca olvidaré de donde provengo. No como una rienda que dirige mi destino, sino como el pilar de la nueva construcción social donde todos continuamos siendo animales sociales, feroces, competitivos y maestros de arquitectura, pero sin consentir el festín de Polifemo. Emborrachándolo con el propio vino de su vanidad nuestra unión nos procurará fuerzas para ser un nuevo gigante, un gigante más. Porque egoístamente, en un mundo de enanos, gigantes y cíclopes, prefiero ser un gigante. Pero egoístamente en un mundo de hombres y alimañas, prefiero ser ante todo un hombre.
Tú que me comprendes, déjame apoyarme sobre tu hombro y ayúdame a caminar. No me avergüenzo por ello. Me enorgullece tu consuelo.
Tú que no me entendiste, acércate a mi lado, toma mi brazo y déjame acompañarte. No me avergüenza tu compañía ni lastras mi avance. Contigo soy más fuerte, contigo soy más.
Yo creo que los gigantes son muchas personas acumuladas, cuyos integrantes a veces caen como las hojas de un árbol en otoño y a veces se levantan e intentan regresar a la copa como las hojas con el viento del verano. Que los cíclopes siempre terminan derrumbándose porque no les dura mucho la vista con ese solo ojo (y con un ojo no pueden percibir la profundidad del horizonte de coronillas). Que si nos aupamos sobre los hombros de los gigantes es porque tenemos algo de gigantes en nosotros, y también de alimañas, pues con algo nos hemos de aferrar. Y también lobos, porque al estar en la cima nos ponemos a aullar, por el dolor o la felicidad, o ambas...
ResponderEliminarHola, Cinefilocalista.
EliminarEs interesante tu reflexión sobre los gigantes. Cuando escribí el texto tenía una concepción muy individualista de los logros que podemos conseguir, dándole vital importancia a la propia voluntad del individuo para alcanzar sus cotas más altas y al concepto de «aprovecharnos» de manera más o menos lícita de los demás. Posteriormente he llegado a pensar que los gigantes no tienen por qué ser sólo individuos, sino también conocimientos, aptitudes, educación y otros valores que heredamos, que nos legan, y sobre los cuales nos afianzamos para subir un poquito más, y como bien dices, en ese ascenso puede haber caídas y resurgimientos como las hojas de un caducifolio. Oh, siempre encuentro tan hermoso las metáforas de las hojas cayendo en otoño…
¡Ay, los Cíclopes! Qué despreciables, faltos de humanidad, nunca dudarían en engullirte crudo. Pero pueden ser fácilmente reconocibles y escapar de ellos para que caigan solos.
Así es, tanto el «vencedor» como el «vencido» entonan canciones, unas alegres y otras tristes, y sin embargo al final, ambos derramarán sus lágrimas.