No declararse pero coger su mano

Sin dudarlo cogí su mano. Aquellos iban a ser los últimos días en los que íbamos a poder estar juntos y por nada del mundo iba a estropearlo. ¿Acaso no era egoísta intentar echar mi pesadumbre por un amor no correspondido sobre sus hombros? Si realmente estaba enamorado como creía que lo estaba, no iba a decir nada que le hiciese daño.
—¡Vayamos a ver a nuestro viejo amigo, el señor Jacaranda! —exclamó Victoria mientras tiraba de mí con mi mano aferrada.
—Claro, ¿por qué no? —respondí con condescendencia.
Cuando llegamos a los pies del árbol, Victoria extendió sus brazos y giró sobre sí misma mientras miraba al cielo azul.
—Y aquí fue donde el señor Bobo se atrevió a interrumpir mi lectura de Las extrañas aventuras de Solomon Kane. Y menos mal que eran extrañas, porque si no no hubiera estado preparada para cuando te plantaste frente a mí.
Victoria comenzó a reír. Una risa inocente, sincera, llena de esperanza por el día de mañana. Me encantaba. Cómo la quería...
—¡Eh! —protesté—. Tampoco me fue tan mal, ¡obtuve la victoria a la primera!
Y nos reímos juntos. Entonces el señor Jacaranda nos obsequió con una espectacular lluvia de su flores azul violáceas que cayeron sobre nosotros e hicieron que el tiempo se detuviera mientras nuestros ojos parecían hablar entre ellos sin la necesidad de que nuestras bocas articularan palabra alguna.
Al final Victoria me besó y derramó unas lágrimas que encontraron su nuevo hogar en mis mejillas. Nos abrazamos. Seguía sin hacer falta usar las palabras para expresar todo lo que sentíamos.
 
Con un gracias se despidió Victoria de mí por esa tarde. Y todos y cada uno de los días hasta su marcha volvimos a visitar a nuestro amigo el señor Jacaranda. Y aunque se marchó, a día de hoy sigo queriéndola. Y lo haré siempre.