Un poco más de síndrome de Diógenes digital.
Año 2012.
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El siguiente escrito es un homenaje a todos aquellos autores que celosamente protejo bajo el secreto del anonimato y cuya inspiración ha servido para encauzar a través de sus palabras las ideas primigenias que me asolaban.
Hace dos o tres días me acerqué a una de esas pequeñas librerías donde se pueden comprar y vender viejos libros. Es decir, lo que comúnmente llamaríamos una librería de segunda mano, o lo que de forma romántica denominaríamos librería de viejo. Al entrar, el olor a papel marchitado por el peso de los años penetró por mis fosas nasales y fueron directos hasta mi corazón, que es ahí donde se perciben de manera más vivida las cosas, aunque no siempre de la manera más real.
Como Odiseo cuando regresa a su hogar, por unos instantes sentí que podría alimentarme sólo de la sabiduría que encerraban aquellas paredes, sin más sustento ni de pan ni de agua. Comencé a ojear las estanterías, siempre a una distancia prudencial y sin tocar nada si no me era estrictamente necesario, como si con tan sólo la mirada pudiera corromper aquellos ejemplares; imaginad cuánto más si depositaba mis zarpas sobre ellos.
Tras una exhaustiva inspección procedí quirúrgicamente a extirpar de aquellos estantes los volúmenes que me acompañarían de vuelta a casa y, cegado por una mezcla de afán consumista con afán de saber, terminé por comprar una buena cantidad. El librero, ante la avalancha de ventas que le había caído del cielo, se ofreció muy amablemente a empaquetar mi compra, su venta, para que pudiera transportarla con mayor facilidad.
Una vez hube vuelto a la tranquilidad de mi refugio, abrí el precinto de seguridad con la misma mirada lasciva que hubiera podido tener cualquier demente ante la visión de las entrañas de su víctima, con la diferencia de que yo encontraría conocimientos; él sólo vísceras… Cuando abrí la caja tuve una pequeña intuición de por qué el librero quería deshacerse de ella, pues aquellos libros no eran lo único viejo que había en su tienda. Esa caja debía estar fabricada con el papel obtenido del mismo árbol que también sirvió como materia prima para crear las páginas de aquellos escritos. Los fui sacando uno a uno, lenta y delicadamente, deteniéndome a examinarlos una vez más; su título, su autor, su estado interior, etc., antes de colocarlos sobre la mesa. Entonces lo vi. Se trataba de un pliego de papeles amarillentos (por definir el color de una manera expresiva) y maltratados con manchas cuya naturaleza era presumiblemente café. Pero no unas gotas de esa amarga y negra bebida, no. Como mínimo varios cafés enteros.
A continuación me dispongo a compartir con todos vosotros, queridos lectores, aquello que me fue legado sin la voluntad de su propietario y sin la voluntad del heredero. Os daré una advertencia la cual yo no tuve. «Toda la responsabilidad por su lectura es vuestra y sólo vuestra. De nadie o nada más».
Las distintas páginas del manuscrito se encuentran numeradas y ordenadas de acuerdo a una estructuración por días. Respetaré como fue escrito este diario. Igualmente, haré saber allí donde la letra fuera ilegible o el manuscrito hubiera sufrido desperfectos (ajenos a mi voluntad, por supuesto).
Comienza el descenso a las profundidades del alma humana.
Día uno.
«¡Qué importancia conceden, Dios mío, al hecho de pensar todos juntos las mismas cosas!», dice Antoine Roquentin, y yo en mi soledad asentí para mí mismo. A los ojos del espectador aséptico puede parecer anecdótica la extraña necesidad que tiene el hombre, en términos de especie, de pertenecer a un grupo, de reafirmar su naturaleza social.
Para nada quiero referirme a una especie de filantropía. No, no. Lo que quiero decir es que la hoja de un árbol parece carecer de sentido cuando se desprende de las ramas y vuela sola precipitándose al vacío. Sólo encuentra su justificación junto con sus hermanas, ya sea en el paraíso de la copa o en el infierno del suelo, pero al fin y al cabo, todas siendo una. Dicho esto, si la oruga carcome el ápice de nuestra compañera siempre será mejor que el nuestro.
Pero sigue existiendo esa necesidad de pertenencia a un grupo. Y resulta, o eso creo yo, que la identificación personal de nuestra individualidad es sólo posible dentro de la colectividad. Nosotros mismos, por nuestra cuenta, como individuos enmarcados en la unidad, nos rodeamos de la nada y entonces no somos nada porque el tiempo se difumina en nuestra percepción de la realidad. [La siguiente frase es ilegible ya que se encuentra tachada] si no percibimos la realidad... ¡Ésta simplemente deja de existir! ¡No existe!
El dolor que siento no es algo a mi gusto. No es querido ni agradable, pero es necesario. El dolor te recuerda que sigues vivo, y al igual que las pesadillas cuando dormimos, nos obliga a despertar. Si todo fueran dulces sueños, no encontraríamos necesario el abrir los ojos y aquellos que tuvieran el valor de hacerlo correrían el peligro de quedar cegados por el espanto de su visión.
Me considero un hombre racional. Creo en la razón y todas mis acciones podrían ser justificadas razonablemente. No puedo comenzar este escrito traicionando mis creencias. O mejor dicho, sí podría, pero supondría un cambio determinado con demasiada celeridad para ser real. La razón como ciencia requiere de un método. No porque la razón en sí misma no sea científica, sino para que aquellos que como yo se acercan dubitativamente a la razón tengamos unos instrumentos, unas herramientas, con las cuales identificarla.
-Punto 1. Mi método. Justificación de mi acción.
Día tras día al levantarme, me miraba en el espejo y no percibía ningún cambio en mi rostro. Sin embargo, con el paso del tiempo me di cuenta de que la mirada que me devolvía mi curiosidad era distinta. Mis ojos eran distintos. Yo era distinto. Entonces decidí que debía, si no parar el cambio, ser capaz de reconocerlo. Escribir es como tomar una fotografía del alma, capturar en un soporte físico aquellos matices que se dejen atrapar para perdurar siempre en la mano de los hombres. Si conseguía fotografiar así mi espíritu sería capaz de ver cómo estaba pesando el tiempo en mi interior.
-Punto 2. Objeto de estudio.
No sé si es por instinto de supervivencia, preservación de la propia integridad o simplemente egoísmo natural, pero desde el instante en el que decidí emprender esta empresa comencé a ser el único, a estar solo, a ser solo.
Yo; tú si te refieres a mí; él para quienes me nombren. Todos y uno son quienes despiertan los anhelos de escribir estas palabras para que me sirvan mientras las escribo a comprender que me está sucediendo. Y si alguna vez pudiera volver a leerlas ser capaz de darme cuenta cuándo empezó, dónde y cuáles fueron los cambios. El final es todavía una intuición que se va acercando peligrosamente. Quiero estar preparado. Quiero est
[Así termina el texto, sin continuar la frase].
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