Escrito el 23 de diciembre de 2018, después de incontables visitas al tesauro rex.
El capricho, la procrastinación, la falta de voluntad, el perfeccionamiento obsesivo y sin oficio ni talento. El querer abarcar mucho con la menor dedicación y energía –ya ni decir concentración. El beberse taza tras taza de café como si fuera agua.
Todo eso me ha hecho rebotar de un lado a otro del monitor, incapaz de darle seguimiento a ningún proyecto, iniciativa o entrada, por simple que sea. La imaginación los complejiza antes de que puedan nacer y de repente tienen la cabeza demasiado grande para ser paridos. Pero, ¡ay!, cuando empiezan, si es que empiezan a ver la luz, se hacen pecados. Pecados de composición. Ambiciones desmedidas que se vuelven injurias. Solo existe un Creador cuando se está frente al abismo de la página en blanco, y es el que abre caudal sobre las teclas y permite el tamborileo de las ideas, pero es un Dios extremista. Su indiferencia es la nada total; su iluminación es desenfreno. Sus regalos de noches en que fluyen las líneas se convierten, al día siguiente, en demasiados adjetivos, frases desbocadas, mal ritmo, adverbios en extraños lugares, metáforas desproporcionadas, sinsentidos y sobreexplicaciones. Palabras inventadas que ya no cuajan, reflexiones que nunca cierran. Uno aprende a desconfiar de la “inspiración” porque es como abrir las puertas del infierno: todos tus demonios se agolpan en la entrada y la urgencia por exorcizarlos se sobrepone a la razón.Errores. A veces son sintácticos, a veces inadvertidamente aliterativos; en ocasiones una repetición, una reiteración, una rima sin ton ni son. Una musicalidad caprichosa. Una palabra o una serie de palabras demasiado grandes, o demasiado pequeñas, o fuera de contexto, o discordantes, o tan acordes que generan poesía no buscada. Son ellos los recodos forzados en la estructura de una oración cuando faltan sinónimos, y las llanuras excesivamente amplias y vacías cuando éstos abundan, pues se derrocha espacio buscando el segundo término que poner sobre el otro lado de la balanza. Casi nunca se elige el adecuado, sea por mor de los tesoros ignotos del diccionario, cuya abundancia enceguece la expresión fina; sea por la poca importancia otorgada al pasaje en cuestión. Igual, entre selección y selección, cada una más melindrosa que la anterior, se cae en lo retórico queriendo disimularlo, y se abusa de las mismas consonantes oclusivas, hiatos, diptongos, conjunciones y sufijos. Se usan los puntos desesperadamente, sin saber de qué otra manera cortar una enunciación monstruosa, un párrafo que ha perdido el hilo de sus declaraciones.
El olvido y la búsqueda de redención. Los músculos se preparan a bombear sangre estancada dentro de las posaderas directo hacia el cerebro, pretendiendo recuperar lo perdido en el pandemónium, pero dejar el asiento realmente implica sacudirse todo el aserrín de esa complicada manufactura previa. Qué fácil es perder las partículas útiles depositadas sobre el regazo con el pasar de las horas. Solo basta un breve momento de flaqueza, un insensato levantarse y dar vueltas por la habitación, y allá van los gérmenes y continuaciones de renglones por siempre inacabados, inexprimidos. El jugo que todavía podrían verter sobre las siguientes cuartillas se pudre en parágrafos someros, encorsetados, rimbombantes o circunlocutores. Abandonados precoces.
Opulencia y suicidio. Me gustaría levantarme una mañana sin la necesidad de borrar la ofensiva métrica embarrada sobre una inocente cuartilla. Descubrirla mía y gustarla, nada más.
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