jueves, 4 de mayo de 2023

Frankenstein se creó a sí mismo

Primera y única de una posible trilogía.

Frankenstein nació y creció en el castillo familiar, rodeado de sus numerosos consanguíneos. Tan grande era la propiedad, que bastó para albergar a generaciones enteras de estirpe y servidumbre por igual. Las parteras trabajaban en las alcobas y los sepultureros en el cementerio, a metros de distancia y, en ocasiones, con minutos de diferencia, o varios días seguidos. Era una gran y activa familia en constante regenerarse, y el joven Frankenstein recibió de ella todo lo que puede recibir un muchacho en formación. Sin embargo, cuando tuvo la edad suficiente para interesarse por ciertas cosas, el lastre que suponían los chiquillos, los ancianos y los adultos entrometidos lo empujaron al aislamiento, buscando el rincón más apartado del castillo, donde pudiera escuchar sus propios pensamientos. No tuvo mucho éxito, así que decidió marcharse a estudiar lejos.

Los años transcurrieron sin que la alcurnia se deteriorara o disminuyera su producción de nombres ilustres. Nobles fallecieron y otros nobles tomaron su lugar y mantuvieron sus legados. El joven Frankenstein regresó hecho el Doctor Frankenstein, aunque la calurosa acogida del hijo pródigo se entibió rápidamente, pues a su habitual taciturnidad se sumaba una sombra, una nueva obcecación. El doctor charlaba poco de su estancia universitaria y aún menos de sus planes a futuro. No obstante, el afecto de sus congéneres no mermaba, y si bien se respetaba su privacidad, ningún Frankenstein podía evitar sentir curiosidad por su trabajo o preocuparse por su salud. 

Así, supieron que el doctor se instaló en el sótano del castillo, retirando armatostes polvorientos y colocando nuevos, extraños, que brillaban con el cobre y el acero. Puso en forma un laboratorio, con matraces, tubos, mangueras y líquidos de colores que emanaban gases blancos. A menudo recibía la visita de sujetos torvos que le traían sacos y cajas de contenidos misteriosos. Frankenstein, hiciera lo que hiciera, parecía tener finalmente todo lo que necesitaba y no olvidó más que un pequeño detalle: cerrar la puerta. Tal era su concentración en los experimentos, que continuó trabajando sin advertir que la puerta del sótano permanecía abierta de par en par. 

Pronto, el doctor dejó de subir al comedor y a su propia habitación también. Desde su laboratorio llegaban los ruidos más desconcertantes, noche y día. Entre sus familiares, nunca faltaba quien se dejara llevar por la inquietud y descendiera las escaleras buscando, tan siquiera, asomarse y comprobar que Frankenstein se encontrara cuerdo, mas bastaba un solo vistazo al interior para que ellos volvieran a los pisos superiores mudos y atónitos, con los rostros desencajados por el horror. Nadie era capaz de sacarles una palabra. Poco después morían en sus lechos, pálidos e insomnes. Así, los descendientes Frankenstein fueron perdiendo miembros bajo la inexplicable influencia del hijo pródigo, sumándoseles aquellos quienes no soportaban el dolor de la pérdida y alcanzaban a sus seres queridos antes de lo debido. Los sirvientes, temerosos de lo que pudieran vislumbrar a través del umbral del sótano, decidieron retirarse paulatinamente. El castillo se vació a la vez que el cementerio se iba colmando de nuevas tumbas.

Un día, el doctor puso en marcha el ensamblaje definitivo de su creación. Las piezas con que había experimentado ya no servían, por lo cual, sin perder más tiempo, hizo uso del camposanto familiar. Le tomó suficientes meses para que los últimos residentes del lugar murieran o huyeran, ambos casos frutos del terror y el escándalo. Cuando el doctor terminó su obra maestra, después de largas y extenuantes jornadas, de mucho sudor, ciencia y frustración, prueba y error, le emocionó tanto su éxito que en seguida pensó en subir las escaleras, anunciarle orgulloso a sus parientes que lo logró, que le perdonaran los años de retraimiento, que el apellido familiar tendría otro nicho en la historia, pero todo lo que halló fueron estancias vacías y cubiertas de telarañas. Y cayó en la cuenta de que había dejado la puerta abierta en un acto de completo descuido y enajenación, que los residuos de su trabajo fueron filtrándose a través de ella durante demasiado tiempo. 

Desde entonces, Frankenstein recorre los pasillos del castillo, la mirada perdida y el andar pesado, como un monstruo hecho de los restos de la ilustre familia que lo vio nacer.

3 comentarios:

  1. ¡Menuda familia los Frankenstein! Pareciera que se reproducían como ratas. En tal ciclo de alta natalidad y mortandad me pregunto qué valor tendría lo uno y lo otro; si todo o ninguno.
    Y así pues, si no puede existir la contraparte sin la parte que contraponer, pareciera (de nuevo, pues es mi parecer, sea éste erróneo o quizá deba buscar una contrapartida para satisfacernos), que la búsqueda del Doctor por hallar vida en las garras de la muerte (pre-supongo-post-veremos) lo que propició fue encontrar muerte en las garras de la vida, quedando finalmente solo. ¿Solo?
    Y es que hay dos cosas que conllevan soledad: La primera de ellas es la búsqueda. Y la segunda la muerte. Espero que desarrolles la trilogía para poder hacerme más preguntas y contestarme con más monstruosidades.
    ¡Un saludo, Doctor! ¡Continúe dando vida a este blog de dioses y monstruos!

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    1. Tus cavilaciones sobre el escrito me hacen desear completar la trilogía más que los sentimientos que al principio la inspiraron, ¡pero estoy en contra de complacer a mi público! ¿Qué hacer?

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    2. Llegados a este punto de jugar con ser dioses y crear vida, nuestros escritos, son indiferentes tanto los sentimientos que los inspiraron al principio como los que nos hagan desear continuar en el medio, como los que nos impidan llegar al final. Ahora mismo sólo importa la creación del monstruo. ¡La de más monstruos! Porque todo ser necesita un compañero o una compañera. Sabes qué tienes que hacer. Enciérrate en tu sótano y hazlo.

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