Otro texto viejo que planeaba hacer más largo y dejé inacabado. Cinéfilo moroso me dicen...
No recuerdo si me animé a leer la novela entera por fin antes o después de que, ya un poco tocado por la historia de King y por mi propia, obsesiva interpretación —que, pese a autocompletarse con los recursos que la imaginación extrae de quién sabe dónde, necesitaba saciarse con todos los elementos del largometraje— le pedí a mi madre que me comprase el DVD de la colección Kubrick, el de la portada en que se puede apreciar en todo su esplendor (o resplandor) el rostro de Nicholson durante el momento más icónico del filme. No podía parar de mirar cada detalle de su espantosa mueca asomándose entre las tablas rajadas de la puerta. Estaba tan ansioso, que al día siguiente me levanté tempranísimo a insertar el disco en el reproductor DVD, para finiquitar el asunto antes de ir a la escuela. ¿Se imaginan? Eran tantas mis ganas de visionar una película, que lo hice en la madrugada y a unas horas de entrar a clases. Me sorprende a mí mismo. Esos son una proeza y unos niveles de entusiasmo que difícilmente podría igualar actualmente. Pero, lo hice, y desde el primer minuto quedé fascinado, con la secuencia de créditos iniciales, con la presentación de personajes y lugares familiares que por primera vez chocaban con la figuración que me había hecho de ellos (como Stuart Ullman, el director del hotel, a quien ni bien empezado el libro se describe gordo, bajo y desagradable), con la música y con la escena en la habitación 237, que me ocasionó temer que mi madre, quien ya estaba despierta para entonces, bajara las escaleras e hiciera lo que siempre hacen los adultos, tan oportunos al aparecerse cuando la película se pone cachonda.
Al margen de una cierta decepción por la
ausencia de muchos buenos pasajes de la novela (uno de los que más releía era
el de la encarnizada lucha de Dick Hallorann con un arbusto moviente antes
siquiera de pisar el hotel, y aunque no esperaba ver setos de animales cobrando
vida, sí anticipaba inocentemente una intensidad similar), la adaptación
cinematográfica me encantó por lo que era y alimentó mis figuraciones de la
ficción de King.
A lo largo de los años, revisé la
película un par de veces más, consumí todos los datos curiosos acerca del
escrito y del rodaje que encontré en internet y, sobre todo, miré en múltiples
ocasiones el pequeño documental que filmó Vivian Kubrick, hija de Stanley
Kubrick. Venía con el material adicional del DVD, y aunque no estaba
subtitulado y yo no entendía ni una pizca de inglés, me aficioné a especular
sobre lo que podrían estar diciendo esas personas, contemplar el trabajo detrás
de cámaras y a los actores, tan extraños fuera de sus personajes. Y es que para
mí, Danny Lloyd era Danny, Jack Nicholson era Jack (aunque más bien Jack
Torrance se volvió Jack Nicholson), Shelley Duvall era Wendy, no obstante que la
mujer de la novela es rubia. Y no podía quitarme de la cabeza las porciones de
la novela en que ambos personajes se aman, incluido el instante erótico que
protagonizan (era todo un púber, y como tal, esas cosas me embelesaban; el entonces
desconocido pero sugestivo juego afectivo-carnal) antes del inevitable descenso
a la locura y el dolor, por lo que, además de la ficción, estuve revoloteando
alrededor de un emparejamiento idealizado. Es decir que no sólo vinculé
fuertemente a Nicholson y Duvall con el matrimonio Torrance, sino que busqué
datos acerca de la relación entre ambos actores, esperando descubrir que,
cuando menos, habían hecho buenas migas (¡el candor de la juventud!). Mucho me
frustró encontrar tan poco al respecto, y tanto sobre lo que sufrió la pobre
actriz; toparme con las limitaciones del idioma y la frialdad del
profesionalismo en las imágenes del documental de Vivian, donde las casi nulas
ocasiones en que los dos interactúan son breves y sesgadas —lo más cercano a
algo enternecedor es cuando Shelley yace en el suelo por un ataque de ansiedad
mientras la asistente de dirección acomoda almohadas a su alrededor y Jack está
inclinado por encima de ellas, en actitud de preocupación por su compañera—. Una
noche, soñé que estaba en la “casa” de Duvall y Nicholson y que ellos mismos,
mientras cocinaban algo detrás de una barra, me contaban que seguían casados
después de haberse conocido durante la filmación. Y lucían exactamente iguales
a sus jóvenes yos. ¿Por qué cuento esto? Porque es así como el “insólito
esplendor” me afectó más allá del papel y el celuloide, generando en mí
inconscientemente los principios de la curiosidad por el proceso de una
película, las adaptaciones, las relaciones humanas… y los fanfics.
Hablando del cortometraje documental, The Making of The Shining, se puede ver
subtitulado en YouTube, por el momento. Resulta interesante observar a Scatman
Crothers conmovido hasta las lágrimas al hablar sobre su trabajo con Danny
Lloyd (cuando yo no entendía inglés, me desconcertaba esta conducta en plena
entrevista); al propio Danny actuando sin saber en qué y con qué sueldo; a Jack
Nicholson explicando que lo de marcar sus diálogos en todos los guiones se lo
aprendió al mismísimo Boris Karloff; a James Mason visitando el plató; a
Stanley Kubrick enfurruñándose e ideando el fenomenal plano nadir de la puerta
de la despensa; las dificultades de reescribir el guión constantemente y
procurar que la versión más reciente llegue a manos de todo el personal; a
Shelley Duvall admitiendo los celos que le provocan las zalamerías a Nicholson,
excusando los malos tratos de Kubrick por los resultados del filme, y perdiendo
cabello debido a la presión…
Shelley es un buen punto de partida para
meterse de lleno en el tema del largometraje. Bien se conoce la tortura
psicológica de que la hizo objeto el director, que pretendía impulsar su
rendimiento en pantalla, pero que acabó destrozándola física y psicológicamente
y consiguiéndole una nominación a los Razzies. Si me preguntan, cada vez que
revisiono The Shining, me entran
ganas de abrazar a la actriz. Tiene un aspecto tan frágil, tan lastimado por el
tirano Kubrick, pero también porque, frente a la cámara, su personaje es la
vulnerabilidad de que depende la tensión. Ahora lo entiendo. El director no
planeaba otorgarle la fortaleza y complejidad de Wendy Torrance en la novela,
sino presentarla como una criatura delicada y apacible enfrentada a una
situación monstruosa. Una esposa debilitada emocional y mentalmente, y una
madre que debe defender a su crío sin apenas los recursos para defenderse a sí
misma. Sus ataques son desesperados y los acompaña la buena suerte. Por otro
lado, el Torrance de Nicholson es la exageración. En el documental, el actor
cita a Kubrick cuando le dijo que un proceder puede ser realista, pero no
interesante. Y sus tics y su sobreactuación, sus miradas perdidas y
desquiciadas, son de lo más interesantes, hipnóticas. Me recuerda al enorme
riesgo que Alain Corneau tomó en su Série
noire (1979) al mostrar a un Patrick Dewaere desatado y visceral en un
entramado más bien sórdido. Claro que aquí, Jack Nicholson está coartado por el
perfeccionamiento del realizador, además de que las intenciones eran “convencionales”:
provocar miedo. Pero el protagonista, en realidad, provoca risa. Aunque no me
lo tomen a mal; no es una risa de burla, es una risa gozosa, una expresión de
pleno disfrute con lo que hoy se recuerda como uno de los desempeños actorales
más emblemáticos del cine de terror (y ¿qué película de terror da miedo de
verdad?). Todavía no me canso de ver la infame secuencia en las escaleras.
Nicholson lo da todo desde el fondo de su profundo cansancio. Duvall está
claramente exhausta, y es gracias a ella que el recorrido funciona: tememos,
más que nada, por su bienestar, el de Wendy y el de Shelley.
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