jueves, 25 de mayo de 2023

El insólito esplendor

Otro texto viejo que planeaba hacer más largo y dejé inacabado. Cinéfilo moroso me dicen...

Constantemente olvido lo mucho que me gustaba 'El Resplandor'. Cuando era chaval, había visto la secuencia más famosa en televisión, y ni qué decir que las imágenes de Jack Nicholson golpeando puertas con un hacha y el destino de su personaje bajo la nevada se me quedaron grabadas, de suerte que, cuando pasé las hojas de un ejemplar de la obra de Stephen King que hallé en el librero de un tío, el relato ya tenía formas predefinidas en mi mente. Cogí el libro muchas veces, atraído pero intimidado por su descomunal cantidad de páginas (era una edición rechoncha), sólo para leer los títulos de las partes en que se dividía y algunos pasajes que disfrutaba especialmente, pero recreando con la poca información visual que adquirí de la película todo un mundo propio en torno al Hotel Overlook y los rostros de Danny Lloyd, Shelley Duvall, Jack Nicholson y Scatman Crothers (un nombre que siempre me pareció se pronuncia igual que un bocado de croquetas crujientes). En este mundo me reconfortaba la ilusión de alcanzar el equilibrio entre novela y película, como si se complementaran mutuamente, aportando una sustancia y otra forma en lo que “resplandecía” dentro mi cerebro como la versión definitiva y más vívida de The Shining. Hay mucha vanidad al existir y pensar cuando se es una entidad viviente singular. 

No recuerdo si me animé a leer la novela entera por fin antes o después de que, ya un poco tocado por la historia de King y por mi propia, obsesiva interpretación —que, pese a autocompletarse con los recursos que la imaginación extrae de quién sabe dónde, necesitaba saciarse con todos los elementos del largometraje— le pedí a mi madre que me comprase el DVD de la colección Kubrick, el de la portada en que se puede apreciar en todo su esplendor (o resplandor) el rostro de Nicholson durante el momento más icónico del filme. No podía parar de mirar cada detalle de su espantosa mueca asomándose entre las tablas rajadas de la puerta. Estaba tan ansioso, que al día siguiente me levanté tempranísimo a insertar el disco en el reproductor DVD, para finiquitar el asunto antes de ir a la escuela. ¿Se imaginan? Eran tantas mis ganas de visionar una película, que lo hice en la madrugada y a unas horas de entrar a clases. Me sorprende a mí mismo. Esos son una proeza y unos niveles de entusiasmo que difícilmente podría igualar actualmente. Pero, lo hice, y desde el primer minuto quedé fascinado, con la secuencia de créditos iniciales, con la presentación de personajes y lugares familiares que por primera vez chocaban con la figuración que me había hecho de ellos (como Stuart Ullman, el director del hotel, a quien ni bien empezado el libro se describe gordo, bajo y desagradable), con la música y con la escena en la habitación 237, que me ocasionó temer que mi madre, quien ya estaba despierta para entonces, bajara las escaleras e hiciera lo que siempre hacen los adultos, tan oportunos al aparecerse cuando la película se pone cachonda.  

Al margen de una cierta decepción por la ausencia de muchos buenos pasajes de la novela (uno de los que más releía era el de la encarnizada lucha de Dick Hallorann con un arbusto moviente antes siquiera de pisar el hotel, y aunque no esperaba ver setos de animales cobrando vida, sí anticipaba inocentemente una intensidad similar), la adaptación cinematográfica me encantó por lo que era y alimentó mis figuraciones de la ficción de King.

A lo largo de los años, revisé la película un par de veces más, consumí todos los datos curiosos acerca del escrito y del rodaje que encontré en internet y, sobre todo, miré en múltiples ocasiones el pequeño documental que filmó Vivian Kubrick, hija de Stanley Kubrick. Venía con el material adicional del DVD, y aunque no estaba subtitulado y yo no entendía ni una pizca de inglés, me aficioné a especular sobre lo que podrían estar diciendo esas personas, contemplar el trabajo detrás de cámaras y a los actores, tan extraños fuera de sus personajes. Y es que para mí, Danny Lloyd era Danny, Jack Nicholson era Jack (aunque más bien Jack Torrance se volvió Jack Nicholson), Shelley Duvall era Wendy, no obstante que la mujer de la novela es rubia. Y no podía quitarme de la cabeza las porciones de la novela en que ambos personajes se aman, incluido el instante erótico que protagonizan (era todo un púber, y como tal, esas cosas me embelesaban; el entonces desconocido pero sugestivo juego afectivo-carnal) antes del inevitable descenso a la locura y el dolor, por lo que, además de la ficción, estuve revoloteando alrededor de un emparejamiento idealizado. Es decir que no sólo vinculé fuertemente a Nicholson y Duvall con el matrimonio Torrance, sino que busqué datos acerca de la relación entre ambos actores, esperando descubrir que, cuando menos, habían hecho buenas migas (¡el candor de la juventud!). Mucho me frustró encontrar tan poco al respecto, y tanto sobre lo que sufrió la pobre actriz; toparme con las limitaciones del idioma y la frialdad del profesionalismo en las imágenes del documental de Vivian, donde las casi nulas ocasiones en que los dos interactúan son breves y sesgadas —lo más cercano a algo enternecedor es cuando Shelley yace en el suelo por un ataque de ansiedad mientras la asistente de dirección acomoda almohadas a su alrededor y Jack está inclinado por encima de ellas, en actitud de preocupación por su compañera—. Una noche, soñé que estaba en la “casa” de Duvall y Nicholson y que ellos mismos, mientras cocinaban algo detrás de una barra, me contaban que seguían casados después de haberse conocido durante la filmación. Y lucían exactamente iguales a sus jóvenes yos. ¿Por qué cuento esto? Porque es así como el “insólito esplendor” me afectó más allá del papel y el celuloide, generando en mí inconscientemente los principios de la curiosidad por el proceso de una película, las adaptaciones, las relaciones humanas… y los fanfics.

Hablando del cortometraje documental, The Making of The Shining, se puede ver subtitulado en YouTube, por el momento. Resulta interesante observar a Scatman Crothers conmovido hasta las lágrimas al hablar sobre su trabajo con Danny Lloyd (cuando yo no entendía inglés, me desconcertaba esta conducta en plena entrevista); al propio Danny actuando sin saber en qué y con qué sueldo; a Jack Nicholson explicando que lo de marcar sus diálogos en todos los guiones se lo aprendió al mismísimo Boris Karloff; a James Mason visitando el plató; a Stanley Kubrick enfurruñándose e ideando el fenomenal plano nadir de la puerta de la despensa; las dificultades de reescribir el guión constantemente y procurar que la versión más reciente llegue a manos de todo el personal; a Shelley Duvall admitiendo los celos que le provocan las zalamerías a Nicholson, excusando los malos tratos de Kubrick por los resultados del filme, y perdiendo cabello debido a la presión…

Shelley es un buen punto de partida para meterse de lleno en el tema del largometraje. Bien se conoce la tortura psicológica de que la hizo objeto el director, que pretendía impulsar su rendimiento en pantalla, pero que acabó destrozándola física y psicológicamente y consiguiéndole una nominación a los Razzies. Si me preguntan, cada vez que revisiono The Shining, me entran ganas de abrazar a la actriz. Tiene un aspecto tan frágil, tan lastimado por el tirano Kubrick, pero también porque, frente a la cámara, su personaje es la vulnerabilidad de que depende la tensión. Ahora lo entiendo. El director no planeaba otorgarle la fortaleza y complejidad de Wendy Torrance en la novela, sino presentarla como una criatura delicada y apacible enfrentada a una situación monstruosa. Una esposa debilitada emocional y mentalmente, y una madre que debe defender a su crío sin apenas los recursos para defenderse a sí misma. Sus ataques son desesperados y los acompaña la buena suerte. Por otro lado, el Torrance de Nicholson es la exageración. En el documental, el actor cita a Kubrick cuando le dijo que un proceder puede ser realista, pero no interesante. Y sus tics y su sobreactuación, sus miradas perdidas y desquiciadas, son de lo más interesantes, hipnóticas. Me recuerda al enorme riesgo que Alain Corneau tomó en su Série noire (1979) al mostrar a un Patrick Dewaere desatado y visceral en un entramado más bien sórdido. Claro que aquí, Jack Nicholson está coartado por el perfeccionamiento del realizador, además de que las intenciones eran “convencionales”: provocar miedo. Pero el protagonista, en realidad, provoca risa. Aunque no me lo tomen a mal; no es una risa de burla, es una risa gozosa, una expresión de pleno disfrute con lo que hoy se recuerda como uno de los desempeños actorales más emblemáticos del cine de terror (y ¿qué película de terror da miedo de verdad?). Todavía no me canso de ver la infame secuencia en las escaleras. Nicholson lo da todo desde el fondo de su profundo cansancio. Duvall está claramente exhausta, y es gracias a ella que el recorrido funciona: tememos, más que nada, por su bienestar, el de Wendy y el de Shelley.

A Stephen King no le gusta nada esta adaptación de su novela, pero hay cosas que están predestinadas, y el hecho de que para escribirla se hubiera inspirado durante su estancia en el Stanley Hotel, me dice que era inevitable que un homónimo se encargase del libreto. Pues, qué mejor que el Stanley más destacado de entre los directores que se llaman Stanley, Stanley Kubrick.


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