miércoles, 17 de mayo de 2023

Errores I

Escrito el 12 de noviembre de 2018, después de incontables visitas al tesauro.


Errores

Todos los cometemos. Todos los corregimos, pero no corregimos todos. A veces no se terminan de corregir, y entonces me pregunto, ¿qué se hace con esos errores que no se han podido resarcir ni borrar? ¿Se olvidan, se dejan atrás, se vive con ellos como se vive con el recordatorio de qué no se debe hacer? 

Mi problema es que no se trata de errores simples y prácticos. Son acerca de la escritura –nótese el “acerca”–, pero ni son ortográficos ni de redacción ni de puntuación (espero). A veces son sintácticos, a veces inadvertidamente aliterativos; en ocasiones una repetición, una reiteración, una rima sin ton ni son. Una musicalidad caprichosa. Una palabra o una serie de palabras demasiado grandes, o demasiado pequeñas, o fuera de contexto, o discordantes, o tan acordes que generan poesía no buscada. Son ellos los recodos forzados en la estructura de una oración cuando faltan sinónimos, y las llanuras excesivamente amplias y vacías cuando éstos abundan, pues se derrocha espacio buscando el segundo término que poner sobre el otro lado de la balanza. Casi nunca se elige el adecuado, sea por mor de los tesoros ignotos del diccionario, cuya abundancia enceguece la expresión fina; sea por la poca importancia otorgada al pasaje en cuestión. Igual, entre selección y selección, cada una más melindrosa que la anterior, se cae en lo retórico queriendo disimularlo, y se abusa de las mismas consonantes oclusivas, hiatos, diptongos, conjunciones y sufijos. Se usan los puntos desesperadamente, sin saber de qué otra manera cortar una enunciación monstruosa, un párrafo que ha perdido el hilo de sus declaraciones.

Quizá no se trata de errores, sino de pecados. Pecados de composición. Ambiciones desmedidas que se vuelven injurias al Creador. Solo existe un Dios cuando se está frente al abismo de la página en blanco, y es el que abre caudal sobre las teclas y permite el tamborileo de las ideas, pero es un Dios extremista. Su indiferencia es la nada total; su iluminación es desenfreno. Sus regalos de noches en que fluyen las líneas se convierten, al día siguiente, en demasiados adjetivos, frases desbocadas, mal ritmo, adverbios en extraños lugares, metáforas desproporcionadas, sinsentidos y sobreexplicaciones. Palabras inventadas que ya no cuajan, reflexiones que nunca cierran. Uno aprende a desconfiar de la “inspiración” porque es como abrir las puertas del infierno: todos tus demonios se agolpan en la entrada y la urgencia por exorcizarlos se sobrepone a la concentración. Sucede el primer desvarío –al volver sobre los pasos no se encuentra más aquella familia de vocablos que tan despejados se veían mientras llegaba el final del enunciado. 

El olvido. Los músculos se preparan a bombear sangre estancada dentro de las posaderas directo hacia el cerebro, pretendiendo recuperar lo perdido en el pandemónium, pero dejar el asiento realmente implica sacudirse todo el aserrín de esa complicada manufactura previa. Qué fácil es perder las partículas útiles depositadas sobre el regazo con el pasar de las horas. Solo basta un breve momento de flaqueza, un insensato levantarse y dar vueltas por la habitación, y allá van los gérmenes y continuaciones de renglones por siempre inacabados, inexprimidos. El jugo que todavía podrían verter sobre las siguientes cuartillas se pudre en parágrafos someros, encorsetados, rimbombantes o circunlocutores. Abandonados precoces.       

Me gustaría despertar una mañana, echar vistazo al escrito y descubrirlo tan espectacular como la noche anterior. Leerlo sin hallar redundancias, ideas que se desvanecen en párrafos aburridos de sí mismos. No encontrar que se abusa de conceptos mientras se desprecian otros. No sentir que el texto avanza con afán de mantenerse joven y armonioso, en vez de llegar a algún punto más sustancial que la ocurrente línea final. Que el pecar de pretensión quede en pecado y halle redención en el mensaje. Pero que, sobre todo, el estilo no resulte dañado, que el tono se mantenga firme a pesar de esos constantes coqueteos con lo vehemente, lo “impropio”. Porque estilo es todo lo que tengo, y todo lo que hay. El estilo alimenta el discurso, lo hace legible (o ilegible). 

El resto del texto fue borrado por error.

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