domingo, 7 de mayo de 2023

Poesía del asesino sin título

Escrito y nunca terminado en algún punto entre el 2015 y el 2016. 


Un último grito restaña la noche. De su garganta oscura he oído al confín arroparse. Tus manos, esas pequeñas manos incólumes, tiemblan al tacto de un fundido absoluto, la efímera yesca que aguarda su hacha, como nosotros desde el alabeo en que nos toca ser ciegos, mi amor. Pero no durará mucho. Apenas siento tu respiración evaporarse en el frío de tu pelo, del muro, del techo, y salir por las rendijas de la ventana para perderse en el espacio que acechan los colores. Apenas noto la tersura de tus brazos y el farallón que es tu cuello apuntando a un palmito invisible y celestial. 

   Recorro en tinieblas la quebrada maldita, espesa por la vegetación y el abandono. Dos días de viaje que parecen años de espera, y cuando me deslizo en el valle refulgente de olores nostálgicos y ruidos apacibles, comprendo por qué mis manos aventureras no precisan claridad ni temen a su ausencia. Comprendo que el huérfano tiempo entre la madrugada y la aurora no tiene voz, porque le falta el aliento ante la palpación del horizonte. Comprendo que he empezado a conocerte mejor de lo que alguna vez soñé. Y en ese instante un escalofrío atraviesa la bóveda enlutada. Me zarandea la desnudez glacial de la alcoba, el orgiástico estridular de los grillos en la pradera, la brisa colmada con que el deseo empuja tus cabellos desde la espabilada lejanía. Nos acomodamos bajo el delgado brillo que penetra furtivamente la exigua cortina. Tú a mi izquierda, con tus curvas montañosas haciendo más misteriosa la distancia, eclipsando la bola sulfúrea que renace de tu vientre; yo lateral sobre la planicie en que resbalan las sombras; ambos cubiertos por la manta opaca y salpicada de estrellas. 

   Bajo un refugio de auscultaciones lascivas distingo las ruinas de tu voluntad embravecida, revuelvo tu hierba al son de mi respiración. Hay algo más ahí donde la naturaleza es basta. Me interno como gaucho sin apero en la arboleda que se detiene frente a la cabaña. Las hojas tanteando el suelo, crujiendo bajo mis pies en una espiral de exhalaciones mundanas, señalan las gotas de un río cercano. Se pueden oír sus pasos descendiendo salvajemente por una ladera, frenando conforme hallan el pastizal hibernante. 

   Ahora que el tiempo ha retomado su curso, una hilera de algodón se muestra encima de la sonrosada estampa que dejan mis labios. Entra el atisbo de luz en la dehesa corpórea y apacible. A tientas busca reflejarse en el cauce que serpentea con graciosa calma en sus dominios terrestres, hasta encontrarse con los oídos sordos del índigo que lo ha ido a buscar en el hemisferio opuesto. Me dejo seducir por el paisaje que me describen los tímpanos y los matices fríos que impregnan nuestros rincones, apenas tajados por una delgada línea de mineral oculto. Sacio mi curiosidad escrutando las venas de la roca morena que encapotan días de polvo lodoso, las coyunturas de una escena que tiene el hechizo del orto incipiente. Finalmente he reunido valor y me he aproximado a la cabaña solitaria, recabando a la madera que deje escapar un sonido, un pensamiento recluso, un eco del torso, una manifestación, algo, y con los antebrazos por piernas me he parado sobre el cristal reluciente que me separa de tu alma, de esa alma que aún veo al fondo de los pozos negros cavados a la zaga del filo nocturno.

   Entregado al frenesí gemelo del astro, consigno las próximas horas a descifrar tu vientre, madre creadora. Que nos bañe el arrebol conforme incendia los bosques de insectos, que el vaho caliente y nuestras piernas encalladas harán lo mismo a las sábanas embadurnadas de promesas. Percibo entonces la tibieza desahuciada y me arrellano aún más en el lecho de tu aterciopelado busto. Las copas de los árboles responden con una sinfonía de mil crepitaciones, refractando el agosto de mi pasión al fondo marino en que se ahogan las estrellas. Desde un rincón lejano, avanzan los bóvidos clamores y bostezan las vainas deslumbradas, cuerdas fringílidas tienden puente al estribillo de los latidos. Conjurado en degustar la nevisca súbita, reconozco el sabor de la sal por todo tu cuerpo, e inmediatamente el helado nimbo de la carne expuesta. Descubro que los Campos Elíseos existen en la tundra irrigada de luz matinal, y desnudo y orgulloso me paseo sobre las llanuras musgosas de vegetación hirsuta, parda y amarillenta, sobre las rocas y líquenes granas que restallan al tacto.

   Carraspean las tablas a mi llegada. Dulce, dulce sobresalto ante el sigilo desvelado por los pequeños gestos de la contundente realidad y sus advenedizos elementos. Aúllan las ramas secas arrastradas por el viento y el fuego moribundo de la chimenea, gatean las sombras por paredes y techo, brillan los iris de la soledad mal encaminada. Veo el cuello de exuberantes raíces colgantes desaparecer tras un molinete fugaz y la propia alquimia del rocío lujurioso en los pastos mortales. Conmino a la misma sangre a volver a sus cavernas y apuntar al alarido del ruego primigenio y voraz. La noche se ha ocultado bajo tu piel.          

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